El crisol estalló en un torrente de savia negra, empapando las paredes de la cámara y haciendo que los relojes incrustados en la roca comenzaran a sonar al unísono, cada uno marcando una hora distinta. El suelo tembló con violencia, y una grieta se abrió bajo sus pies, tragándose varios de los relojes más pequeños.
—¡Salgan! —rugió Ernesto, empujando a Eber hacia lo que quedaba de las escaleras—. ¡Ahora!
Gema corrió tras Eber, con los lirios de su brazo retorciéndose como si intentaran arraigarla al lugar. Detrás de ellos, Iván ayudaba a Luciano —o lo que quedaba de él— a arrastrar su frágil cuerpo hacia la superficie.
Las paredes del túnel se cerraban a su alrededor, las raíces de los lirios negros tejiendo una red cada vez más densa. El aire olía a tierra revuelta y metal quemado, y en algún lugar, muy arriba, el molino crujía como un animal moribundo.
—¡La escalera está colapsando! —gritó Eber, saltando sobre un peldaño que cedió bajo su peso.
Ernesto, que iba último, no tuvo tanta suerte.
Una ráfaga de raíces brotó del suelo, enredándose alrededor de su tobillo con un chasquido siniestro.
—¡Sigan sin mí! —ordenó, mientras sacaba su machete y comenzaba a cortar.
Pero las raíces eran demasiado rápidas.
—No. —Iván se detuvo y giró, con los ojos brillando de una determinación febril—. No otra vez.
Antes de que alguien pudiera detenerlo, corrió hacia Ernesto y le arrebató el machete de las manos.
—Iván, ¿qué?
—Tú eres el que debe vivir —cortó Iván, y entonces, con un movimiento rápido, hundió el machete en su propia palma.
Su sangre —negra como la savia, pero brillante como tinta fresca— salpicó las raíces.
Y estas retrocedieron.
—¡Corran, maldita sea! —gritó Iván, mientras el suelo se abría bajo sus pies.
Ernesto no lo pensó dos veces. Agarró a Eber y Gema y los arrastró hacia la superficie, dejando atrás a Iván y Luciano, cuyas figuras fueron engullidas por las sombras.
El molino se derrumbó justo cuando sus pies tocaron el exterior.
Una nube de polvo y pétalos negros se elevó hacia el cielo, y por un momento, Eber creyó ver dos figuras entre los escombros:
- Iván, de pie, con el reloj de plata abierto en la mano.
- Luciano, ahora cubierto de lirios, pero sonriendo por primera vez.
Luego, el viento se los llevó.
El primer rayo de sol los encontró jadeando en el pantano, cubiertos de barro y savia seca. Gema se derrumbó contra Eber, y este notó con alivio que los lirios de su brazo habían comenzado a marchitarse.
—¿Crees que...? —murmuró ella, sin atreverse a terminarlo.
—No lo sé —respondió Eber, mirando hacia donde una vez estuvo el molino. Ahora solo quedaba un cráter humeante, rodeado de flores negras que se desintegraban al contacto con la luz.
Ernesto, callado, señaló algo en el borde del agua.
Un reloj de plata.
El de Iván.
Abierto, vacío, pero limpio de cenizas por primera vez.