Tres meses después.
El pantano había absorbido los restos del molino como una herida que se cierra sobre una espina. Donde antes se alzaba la estructura maldita, ahora solo crecían juncos y lirios blancos —pequeña anomalía que Gema observaba cada atardecer desde la ventana de la cabaña reconstruida.
Eber entró con las manos manchadas de tinta, dejando caer sobre la mesa un paquete envuelto en papel de estraza.
—Lo encontré en la ciudad —dijo, desenvolviendo cuidadosamente un cuaderno de tapas negras cuyo lomo mostraba un reloj grabado—. Estaba en la colección privada de un anticuario que murió la semana pasada... de un paro cardíaco.
Gema extendió la mano—su brazo derecho ahora solo mostraba cicatrices en forma de raíces—y abrió el cuaderno en una página al azar.
La letra era inconfundible:
"Día 347: Hoy Damián me mostró el primer reloj que funcionó. No entendí entonces que no marcaba horas, sino hambre."
—Es de Luciano —susurró.
Esa noche, mientras Eber dormía, Gema volvió al borde del pantano.
Algo la llamaba.
Entre los juncos, el reloj de Iván—que habían enterrado semanas atrás—había emergido del lodo. Pero ahora su cristal estaba empañado por dentro, y cuando lo tomó entre sus manos, sintió el más leve tic-tac.
No hacia atrás.
No hacia adelante.
En círculos.
Desde las aguas quietas, una voz que no era una voz susurró:
"Te extrañé."
Cuando Gema alzó la vista, su reflejo en el agua parpadeó por un segundo con ojos blancos.
Mientras tanto, en la ciudad, un hombre que nunca antes había tenido interés por la relojería compraba un local abandonado junto al río.
Cuando el dueño anterior le preguntó por qué ese sitio—maldito según los rumores—, el hombre sonrió mostrando dientes demasiado perfectos:
—Tengo una colección que preservar.
En su bolsillo, un reloj de plata que no era el de Iván, ni el de Damián, ni siquiera el de Luciano marcaba una hora que no existía.