El sonido del organillo se desvaneció tan pronto como Gema y Ernesto cruzaron la puerta del número 13. La calle del Espejo Roto ya no estaba detrás de ellos. En su lugar, se extendía un sendero embarrado que serpenteaba hacia la densa niebla del pantano.
—No hemos salido por donde entramos —susurró Ernesto, mirando hacia atrás, donde la puerta negra se desvanecía como humo—. Nos ha traído aquí a propósito.
Gema sintió el peso del engranaje de plata en su bolsillo, todavía húmedo de ese líquido que no era vino. La visión de Iván, convertido en una marioneta de raíces y relojería, no la abandonaba.
—Tenemos que volver al molino —dijo—. Si Luciano dice que era una trampilla, entonces hay algo debajo.
Eber, temblando en su hombro, emitió un sonido agudo.
—O algo que quiere salir.
Mientras avanzaban entre los lirios negros, cuyos pétalos goteaban una savia espesa y rojiza, Ernesto comenzó a hablar.
—Mi padre desapareció una noche de tormenta. Dijo que iba a "ajustar cuentas con el relojero".
Sacó una fotografía desgastada: un hombre de rostro anguloso, de pie frente al molino, sosteniendo un reloj de arena. Pero la arena no caía. Estaba congelada en el tiempo.
—Encontré esto en su estudio, escondido dentro de un libro sobre mitos del tiempo. Al reverso…
Gema dio vuelta la foto. Una frase escrita con urgencia:
"El pantano no olvida. Los muertos tampoco."
El molino se alzaba ante ellos, más deteriorado que nunca, sus paredes carcomidas por enredaderas que latían como venas. Pero lo más inquietante era el agua alrededor: estaba negra y quieta, como un espejo roto.
Gema se arrodilló en la orilla y tocó la superficie.
El reflejo que devolvió no era el suyo.
Era Luciano, sonriendo desde las profundidades, sus dedos convertidos en raíces que se enroscaban alrededor de algo… o alguien.
—¡Ernesto! —gritó Gema, pero ya era tarde.
El agua se agitó de repente, y una mano emergió, huesuda y cubierta de musgo, agarrando el tobillo de Ernesto.
La fuerza que lo arrastró fue brutal.
Gema solo atinó a lanzarse hacia adelante, aferrándose a Ernesto, pero la corriente los arrastró a ambos bajo el agua.
El frío fue lo primero que notó.
Luego, el silencio.
Y finalmente, la luz.
No provenía de la superficie, sino de una cámara subterránea, cuyas paredes estaban cubiertas de relojes detenidos a la misma hora: 3:15.
En el centro, encadenado a una silla de roble, yacía el padre de Ernesto.
No había envejecido un solo día desde la foto.
Sus ojos se abrieron lentamente, llenos de un terror antiguo, y sus labios se movieron:
"No deberían haber venido. Él los está escuchando."
Gema sintió el agua vibrar a sus espaldas.
Al volverse, vio la silueta de Iván, flotando como un ahogado, sus brazos extendidos. Pero no era el Iván de su visión.
Este aún tenía humanidad en los ojos.
—Gema —murmuró, su voz burbujeando en el agua—. El molino no es la trampilla… es la tapa. Y tú… eres la llave.
Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, el suelo bajo ellos tembló.
Algo enorme se movía en las profundidades.
Y entonces, los relojes en las paredes comenzaron a avanzar.