Hilary Russo Amato.
Despierto cuando escucho unos pasitos a toda prisa por el corredor antes de que se abra la puerta de mi habitación. La luz del amanecer apenas comienza a filtrarse por las cortinas, y decido fingir que sigo durmiendo, esperando lo que sé que viene a continuación. Siento que se está subiendo a mi cama, y solo pasan un par de segundos cuando unas manitas pequeñas tocan mi cara, seguidas de besos cálidos en una de mis mejillas. Inmediatamente, una sonrisa aparece en mi rostro porque reconozco a la personita que está a mi lado.
—Mami, despierta. Se nos va a hacer tarde.
Hoy mi bebé ha amanecido muy impaciente, y ya me imagino por qué.
—Todavía es muy temprano, cariño —me giro y lo abrazo contra mí, escuchando sus risas infantiles resonar en la habitación—. Ven y duerme un rato más con mamá.
—No, mami, vamos, levántate —no para de reír y de tratar de salir de mis brazos—. Me prometiste que íbamos a ir a conocer el parque que está aquí cerca.
Es verdad, se lo prometí ayer cuando llegamos a Manhattan. Le dije que cerca de nuestro nuevo departamento había un parque, y así es. Solo que todavía es muy temprano, y estoy muy cansada por la mudanza. Pero claro, mi niño no está cansado, ya que había pasado todo el vuelo durmiendo. Solo despertó en el momento que tomamos el taxi para poder llegar a nuestro nuevo hogar, y cuando ya estábamos subiendo a nuestro piso, se volvió a dormir. Entonces, aproveché que todo estaba tranquilo para empezar a organizar todas nuestras cosas y terminé acostándome en la madrugada.
—Está bien, príncipe, pero primero vamos a desayunar y luego a bañarnos —le digo para luego dejarlo ir—. Solo que vamos a ir solo un rato porque está nevando y no quiero que te enfermes por el cambio de clima. ¿Está bien?
—Sí, mami.
Lo observo mientras se aleja corriendo hacia su nueva habitación, y en mi corazón solo ruego a Dios que nuestra vida aquí sea muy próspera. Me gusta mucho esta ciudad, a pesar de que para Oliver, el cambio puede ser muy brusco. Con solo cuatro años, la ausencia de sus amiguitos podría afectarlo. Sin embargo, no podíamos quedarnos en Italia por más tiempo.
He estado retrasando este viaje todo lo que he podido. Quería quedarme en Florencia, donde está toda nuestra familia. Pero mi empresa ha experimentado un crecimiento muy grande en los últimos tres años, y la sede aquí es la que más ha prosperado. Mi intención es convertirla en la principal, ya que es la que más ganancias y crecimiento ha tenido, gracias a la vibrante ciudad en la que se encuentra.
Es hora de dejar muchas cosas atrás, recuerdos que en su momento me hacían suspirar de felicidad, pero que ahora solo traen lágrimas a mis ojos. Estoy decidida a dar todo de mí para seguir adelante, como lo he hecho estos últimos cuatro años. Mi prioridad es mantenerme fuerte y seguir siendo feliz, solo mi bebé y yo.
Mientras me esfuerzo por adaptarnos a este nuevo entorno, me encuentro rememorando los días en Florencia: las risas en familia, los paseos por las antiguas calles empedradas, los abrazos y los momentos compartidos con seres queridos. Pero también sé que esta es una oportunidad para crecer y ofrecerle a Oliver una vida llena de nuevas experiencias y oportunidades. Con cada día que pasa, me convenzo más de que esta mudanza, por difícil que sea, es lo mejor para nosotros.
Después de desayunar juntos, subimos al baño. Oliver disfruta chapoteando en la tina llena de burbujas, riendo mientras juego con él. Mientras lo baño, siento que estos momentos de tranquilidad y amor son los que realmente importan. Él me cuenta con entusiasmo sobre lo que espera ver en el parque, sus ojos brillando con anticipación.
—Mami, ¿crees que haya columpios en el parque? —me pregunta mientras le enjuago el cabello.
—Claro que sí, cariño. Estoy segura de que encontraremos columpios y muchas cosas divertidas para ti.
Salimos del baño, y mientras él se viste con su ropa abrigada, yo me tomo un momento para mirar por la ventana. La nieve cae suavemente, cubriendo la ciudad con un manto blanco. Manhattan se ve mágica bajo la nieve, y siento una mezcla de emoción y nerviosismo por este nuevo comienzo.
Finalmente, estamos listos para salir. Tomo su pequeña mano y nos dirigimos al parque. Las calles están tranquilas a esta hora de la mañana, y Oliver no puede dejar de hablar sobre todas las cosas que quiere hacer. Sus ojos grandes y curiosos no paran de observar todo a su alrededor.
Llegamos al parque, y como prometí, hay columpios y muchos otros juegos. El parque está cubierto de nieve, y aunque hace frío, la alegría de Oliver me calienta el corazón. Lo veo correr hacia los columpios, su risa resonando en el aire frío.
—¡Mami, empújame! —me llama desde uno de los columpios.
Me acerco y comienzo a empujarlo suavemente, viendo cómo su rostro se ilumina con cada impulso. Sus mejillas se ponen rosadas por el frío, pero su felicidad es evidente.
—Más alto, mami, más alto —ríe, y yo le sigo el juego, empujándolo un poco más fuerte.
Pasamos la mañana en el parque, explorando cada rincón. Oliver encuentra un pequeño tobogán cubierto de nieve y se desliza una y otra vez, sus risas llenando el aire. Hacemos un muñeco de nieve juntos, sus manitas moldeando la nieve con entusiasmo mientras yo le ayudo a poner los detalles finales.
Finalmente, cuando el frío empieza a ser demasiado, decido que es hora de regresar a casa. Oliver protesta un poco, pero cuando le prometo que volveremos otro día, accede de mala gana. Caminamos de regreso, su manita en la mía, y siento una paz interior que no había sentido en mucho tiempo.
Al llegar a casa, preparo una taza de chocolate caliente para cada uno. Nos sentamos juntos en el sofá, arropados con una manta, y veo cómo Oliver sorbe su bebida con una sonrisa de satisfacción.