Hilary Russo
Un mes después del inicio de la quimioterapia, los efectos secundarios comenzaron a notarse con más intensidad en Oliver. Su pequeño cuerpo estaba más débil, las náuseas eran constantes y, lo más evidente, su cabello comenzó a caer en mechones. Al principio, intenté no hacerle mucho caso, recogiendo los cabellos de la almohada cada mañana y evitando que Oliver se diera cuenta, pero él no era tonto.
Una tarde, mientras jugábamos en la sala, una hebra dorada quedó atrapada entre sus dedos y la observó en silencio.
—Mamá, se me cae el cabello —dijo con voz tranquila, pero con los ojos empañados.
Sentí el corazón encogerse. No supe qué responder en ese instante, solo lo abracé con fuerza y besé su frente.
—Es por la medicina, mi amor. Pero eso no nos va a quitar lo guapo que eres.
Oliver no respondió de inmediato. Me miró con seriedad y luego se giró hacia Enzo, que estaba sentado en el sofá observándonos en silencio.
—¿Podemos cortarlo todo? Así ya no tengo que ver cómo se me cae —preguntó con una madurez que me rompió el alma.
Enzo se levantó y se acercó con una sonrisa cálida.
—Claro que sí, campeón. Vamos a hacer que esto sea divertido.
Esa misma noche, saqué la máquina de afeitar y nos sentamos en el baño. Enzo tomó la máquina y comenzó a pasarla con suavidad por la cabeza de Oliver, mientras él miraba su reflejo en el espejo con atención. Me quedé en el umbral de la puerta, con una mezcla de tristeza y orgullo. Oliver no derramó ni una lágrima. Cuando terminaron, Enzo le mostró su reflejo en el espejo.
—Mírate, te ves como un guerrero —dijo con una sonrisa.
Oliver sonrió de lado y pasó la mano por su cabeza ahora lisa.
—¿Sí? —preguntó, inseguro.
Me acerqué y le besé la frente.
—Por supuesto. Y además, tienes la cabeza más bonita del mundo.
Oliver me miró con curiosidad y frunció un poco el ceño.
—Mamá, ¿y si tú también te cortas el cabello? —preguntó con voz tímida.
Lo miré sorprendida, pero supe de inmediato que tenía razón. Si él debía enfrentar este cambio, quería que supiera que no estaba solo. Sin dudarlo, tomé las tijeras y me acerqué al espejo. Enzo me observó con una mezcla de asombro y admiración.
Corté mi cabello hasta los hombros, sintiendo cada mechón caer, pero sin arrepentirme en absoluto. Cuando terminé, miré a Oliver y le sonreí.
—Ahora hacemos equipo —le dije.
Su sonrisa se iluminó y se lanzó a mis brazos, abrazándome con fuerza.
Esa noche, mientras Oliver dormía, Enzo y yo nos quedamos en la sala en silencio. Me abracé a mis rodillas y suspiré.
—A veces siento que esto es una pesadilla de la que voy a despertar —murmuré.
Enzo me miró con ternura y pasó un brazo por mis hombros.
—No estás sola en esto, Hilary. Aquí estoy, y estaré todos los días que sean necesarios.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza en su hombro, agradeciendo en silencio que, en medio de la tormenta, aún tuviera un refugio en él.
Los días pasaron y la rutina cambió por completo. Oliver dejó de ir al kínder porque el tratamiento lo dejaba demasiado agotado, así que empezamos a recibir clases en casa. Una maestra particular venía todas las mañanas y, aunque al principio parecía emocionado, poco a poco la energía se le iba apagando. Le costaba concentrarse y había días en los que simplemente no quería saber nada de números o letras.
—Mamá, estoy cansado —murmuró una tarde, dejando caer la cabeza sobre mi regazo.
Le acaricié la frente y suspiré.
—Descansa un rato, amor. Hoy has hecho suficiente.
—Pero la maestra dijo que teníamos que terminar la tarea —protestó con los ojos entrecerrados.
—La maestra entenderá —dije, besando su coronilla—. Ahora lo importante es que te sientas bien.
Él no respondió, solo cerró los ojos y en cuestión de minutos estaba dormido. Enzo, que estaba sentado en el sofá con un libro en la mano, nos observó en silencio.
—¿Cómo ha estado hoy? —preguntó en voz baja.
—Cansado. Cada día le cuesta más mantenerse despierto durante las clases —respondí, sin dejar de acariciar a Oliver.
—Quizás deban reducir un poco el tiempo de estudio —sugirió—. No tiene que forzarse demasiado ahora.
Asentí, pero no pude evitar sentir una punzada de tristeza. No quería que Oliver sintiera que todo en su vida estaba detenido por la enfermedad, pero era inevitable.
Por otro lado, Enzo estaba más presente que nunca. Casi todos los días pasaba por casa para asegurarse de que estuviéramos bien. A veces traía juguetes, otras veces cuentos, pero lo que más valoraba Oliver era su compañía.
—¡Tío! —exclamó Oliver un día, cuando lo vio entrar por la puerta con una caja envuelta en papel de colores—. ¿Qué trajiste esta vez?
—Tendrás que abrirlo para saberlo —respondió con una sonrisa divertida.
Oliver rasgó el papel con emoción y sacó un gorro de lana azul con orejas de oso.
—¡Es genial! —exclamó, colocándoselo de inmediato—. Ahora mi cabeza no se verá tan rara.
Enzo se agachó frente a él y acomodó la prenda en su cabeza.
—Tu cabeza no es rara, campeón. Pero este gorro te queda increíble.
Oliver sonrió, visiblemente animado, y se lanzó a los brazos de Enzo. Era increíble cómo su presencia tenía el poder de aliviar incluso los días más difíciles.
La ausencia de mi madre también empezó a pesar. Tuvo que regresar a Italia por asuntos importantes, y aunque intentaba llamarme con frecuencia, no era lo mismo.
—¿Cómo está Oliver? —preguntó en nuestra última llamada.
—Más cansado cada día, mamá. Pero resiste.
—Ojalá pudiera estar allí —suspiró—. En cuanto termine esto, regresaré.
—Lo sé, mamá. Solo cuídate, ¿sí?
Por otro lado, mis hermanas me llamaban más seguido, preocupadas por cómo iba todo.
—¿Cómo te sientes tú? —me preguntó Emma en una de nuestras conversaciones.
—Cansada —admití—. Pero no quiero que Oliver lo note.