“Hay un grupo de hombres en la playa, de distintas edades y razas. Todos están desnudos, parados hombro con hombro y formando un círculo. Es de noche y la única luz que puedo ver a lo lejos es la luz azul que sale del centro del círculo que forman. Alcanzo a ver que tienen una posición de firmes militar, con la única diferencia de que ellos miran fijamente hacia el centro de su círculo. Tienen una mirada seria, fija y tranquila, como si disfrutaran. Creo que algo en el centro del círculo está comiendo, escucho gruñidos y masticaciones apresuradas.”
Mi nombre es Julián, trabajo en un hotel ubicado a la orilla de la playa. Mi función principal en este lugar es vigilar que todo esté en orden dentro de la playa privada. Soy algo así como un salvavidas, pero terrestre. Si surgen problemas en cualquier momento del día, soy yo quien hace los primeros auxilios, quien llama a la ambulancia, quien pide por radio servicios de limpieza, quien corrige el comportamiento de niños o quien les recuerda a los padres que sus hijos siguen siendo su responsabilidad aunque estén de vacaciones. Usualmente no hay ningún problema, casi siempre todos están muy ocupados divirtiéndose y mi complexión fuerte ayuda a que solo con mi presencia todos respeten las reglas.
El problema más frecuente son los turistas que creen que el precio del hotel los hace simbólicamente dueños de todo lo que ven, y entonces dejan su basura tirada a modo de sello personal. Decir esto nos lleva a otra parte de mi trabajo y la más desagradable. ¿Por qué? Una vez encontré un pañal sucio arriba de una palmera y solo me di cuenta de eso, cuando el contenido derretido por el sol me chorreó en el brazo. No fue bonito.
En resumen, mi trabajo es mantener la buena imagen y armonía del hotel. Así me gano la vida, a base de hacer todo lo posible para mantener esas dos cosas, lo que muchas veces implica tratar con turistas problemáticos, descuidados y muy muy sucios, a veces incluso de noche. Hay un monton de fetichistas de playa que creen que son invisibles en la oscuridad, algunos borrachos que piensan que la playa es un cajón de arena donde pueden hacer sus necesidades. Lo más fuerte hasta el momento, fue esa vez que, junto con mis compañeros encontramos un paquete con cocaína enterrado. Yo pensé que lo de la cocaína era lo más fuerte con lo que me toparía en este trabajo. Hasta esa noche.
Me arrepiento tanto de no haber esperado a mi compañero para hacer el recorrido nocturno. Me arrepiento tanto de haber dejado mis lentes en la recepción, tal vez, si los hubiera traído no me hubiera acercado tanto. Tal vez no hubiera terminado ahí, congelado, detrás de un pequeño piñonero, rezando internamente para que mi tono de piel y la oscuridad de la noche, fueran suficientes para que ellos no me vieran, para que no notaran que los miraba.
Algunos de los hombres comenzaron a agitar sus piernas, como si se sacudieran la arena de los pies y de la nada, se abalanzaron al centro del círculo, incluido uno de los hombres que me impedía ver hacia el centro, entonces lo vi y por un instante mis ojos recuperaron una visión perfecta, permitiendo que pudiera ver a detalle que había un hombre recostado boca abajo sobre la arena, estaba desnudo y siendo devorado por los demás. Tenía un gran agujero en la parte trasera de su cráneo y los hombres tomaban puños de su cerebro para comérselo. En ese momento todos entraron en episodio eufórico: gritaban y aplaudían al ritmo que sus compañeros devoraban los sesos rosas del cuerpo, de la misma manera en la que un niño pequeño se comería un pastel: agachándose para morder, escarbando en el interior con sus propios dedos.
Al terminar con ellos, el que supuse que era el líder de todos ellos y el que originalmente estaba en el centro del círculo: un hombre alto, parecido a la viva imagen de un vikingo nórdico: rubio, con barba larga, alto, quien tenía una gigantesca barriga que contrastaba enormemente con su cuerpo atlético, desnudo; como los demás. Pero él tenía una marca negra en la frente, como un símbolo del que no sé identificar el origen, en su mano, una linterna antigua. De esas que tienen una vela en su interior, pero esta emana una fuerte luz azul.
Él se puso de pie, colocó la linterna en la arena y con mucha violencia tomó del pelo al cadáver. Lo levantó y entonces pude verle la cara: parecía joven, con una mirada de paz, no como un muerto, sino como dentro de un trance, con una pequeña sonrisa incluso. El líder acercó su otra mano a la cara del muchacho y, con ayuda de su pulgar comenzó a sacar sus ojos de sus órbitas. Incluso antes de que estos toquen la arena, todos los hombres del círculo se abalanzaron para recogerlos. Escuché gritos, golpes y vi sombras.
Entre todos, sujetaron los brazos y las piernas del hombre y jalaron sus extremidades hasta que las dislocaron. A partir de ahí, las giraron hasta que todas quedaron dislocadas, separadas del torso, arrancadas, con colgajos de piel colgando. Jugaban con las manos, mordían las piernas y quitaban grandes pedazos de carne para comerlos con una facilidad impresionante. Podía ver los pedazos deslizarse por sus gargantas. Bebían la sangre, succionándola desde los muñones y heridas, llenaban su boca haciendo grandes tragos. Jugando con ella se pintaban el cuerpo , dibujaban símbolos en la arena. Destrozaban el cuerpo bajo la atenta mirada de su líder. La luz se apagó y aproveché para salir corriendo, antes de que me vieran, antes de que me escucharan.
No fui consciente de en qué momento llegué al hotel. Pasé de largo, empujando huéspedes, ignorando a mis compañeros quienes solo podían gritar mi nombre, pues yo seguía corriendo. Finalmente entré a un armario de intendencia y ahí me quedé. Me senté en una silla, tenía una respiración agitada e incontrolable. No podía cerrar los ojos, tampoco quería hacerlo; veía la imagen de esos tipos cada que necesitaba parpadear. Todo era confuso: mis compañeros me miraban con miedo, me hablaban, pero yo no escuchaba lo que decían, solo veía sus bocas moverse. Terminaron llamando a una ambulancia.
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Editado: 01.06.2025