Llamadas al cielo

CAPITULO 2: 911

Emma Reyes

Pertenecer al cuerpo policial no era nada fácil. Cada caso te dejaba una marca invisible que tenías que aprender a cargar como parte del uniforme. Y aunque muchos no lo entendieran, yo amaba mi trabajo. Amaba recorrer las calles, estar en cada redada, sentir la adrenalina en las venas, tomar decisiones bajo presión. Me hacía sentir viva y necesaria…

Hasta que todo cambió, hasta que yo cambié y un accidente hace ocho meses en un operativo por culpa de un irresponsable terminé detrás de un escritorio. De patrullar zonas, pasé a contestar llamadas del 911 como una operadora cualquiera. De heroína…, a una oficial “inútil” — palabra que todavía se me atraganta —, el culpable jamás fue encontrado. Algunos dicen que le mojó la mano a un juez para limpiar su nombre y ni siquiera pude averiguar su apellido. Nada. Como si nunca hubiera existido, como si mi vida no hubiera quedado patas arriba por su culpa.

Tuve que soltar todo por mi salud mental y dejar de buscar.

—¿Emma, estás lista? —me llamo Paloma.

Sigo sin poder creer que acepté vivir con ella, mi excompañera de campo, pero no tenía opción. Mi sueldo bajó, y mi vista ya no está al cien como para vivir sola en un departamento donde hay más escaleras que sentido común. Me miro en el espejo. O al menos lo intento. Coloco mis lentes de contacto con dedos temblorosos, me ayudan a enfocar un poco, aunque el astigmatismo, mezclado con el golpe que me dejó el accidente, no coopera demasiado. Es como mirar el mundo a través de una pecera sucia, si así mismo es.

Salgo apurada, bolso en mano, y… Caigo de bruces contra el piso. Otra vez. ¿El culpable? El pequeño escalón, el mismo de siempre que juro que se burla de mí. Me incorporo como si nada, justo cuando escuchó los pasos de Paloma.

—¿No viste el escalón… de nuevo? —dice, sonriendo. Lo sé, puedo distinguirlo por la forma en que su voz se curva al final.

Paloma es hermosa. Lo sé porque antes del accidente solía verla como una modelo salida de una revista: alta, con cabello negro perfectamente lacio, ojos cafes. En cambio, yo…, bueno, la imagen que tengo de mí misma desde hace ocho meses no compite.

—Juro que un día haré una reconstrucción completa de estos pisos disparejos —refunfuñó, sacudiéndome la rodilla.

Salimos riendo del apartamento, como dos adolescentes que se escapan de clases.

—Antes te compras los anteojos que necesitas —dice, burlona—, y me invitas a cenar.

—Trato hecho, pero solo si no pedís un postre caro.

Me sonríe, mientras toma mi brazo para ayudarme a cruzar la calle hacia su coche, como una misma anciana.

Paloma es una buena amiga. Sigue en el trabajo de campo, y fue la única que estuvo conmigo, bueno además del superior. Cuando estuve internada dos meses, entre cirugías y oscuridad. Entre miedo de no volver a ver o que si funcionara podría seguir deteriorándose lentamente. Y aun así, aquí estoy. Trabajando detrás de un escritorio, con una computadora y una lista de frases que debo repetir como loro domesticado:

“Buenas, ha llamado al número de emergencia. ¿Puede indicarme su nombre y su emergencia?”

Una y otra vez. Como si con eso pudiera hacer algo. Como si decirlo mil veces me hiciera útil. Algunas llamadas son bromas. Otras…, otras son desesperadas, y yo aquí, sentada, apretando los puños, deseando ser yo quien llegue a ayudar.

La luz del panel se enciende. Una nueva llamada entra. Activo la línea. Respiro hondo, ajusto el auricular y estiró el cuello que me cruje por la tensión, y entonces digo, por centésima vez esta tarde:

—Buenas…, ha llamado al número de emergencia. ¿Puede indicarme su nombre y su emergencia?

Pero algo en la línea es diferente. El silencio que le sigue no es usual. Es…, pesado, frío y trato de calmar mi mente para seguir con mi trabajo.

Adrián Deveraux

Todo aún estaba sumido en un silencio espeso sin la voz de Cielo. Al pasar frente a la habitación, me detuve. Cielo dormía profundamente, acurrucada entre sus sábanas, con una de sus muñecas apretada contra el pecho. Esa imagen me dejó un nudo en el pecho, por estar tan cansado y olvidar darle su beso de buenas noches.

Al girarme, Elena ya estaba ahí, como siempre. Tenía mi portafolio en las manos y ese gesto nervioso que solía hacer cuando se armaba de valor para decir algo que sabía que no me gustaría.

—Señor Deveraux… —comenzó con esa voz baja y cautelosa—, sé que no es mi lugar decirle qué debe hacer o no, y espero que no se lo tome a mal…, que no se enoje.

No me detuve. Bajé los escalones con paso firme mientras sacaba las llaves del bolsillo interior de bolsillo y me colocaba las gafas.

—Habla, Elena —le dije sin mirarla, sin intenciones de suavizar mis palabras.

—La niña…, la niña lo necesita más en casa. No es sano para ella pasar los días encerrada con una anciana. Al menos, déjeme llevarla al parque. Tal vez así esté más alegre…

Ahí sí la miré firme, como si pudiera congelar sus palabras antes de que terminaran de salir.

—No —Mi voz fue baja—, Cielo no saldrá de esta casa.

— Allá afuera solo hay gente enferma, bacterias, gérmenes, y personas malas, no pienso exponer a mi única hija — Me detuve a pocos pasos de la puerta. No alzaba la voz. Nunca lo hacía. No necesitaba gritar para que entendieran mi decisión—, y si no estás de acuerdo, puedes irte. Solo avísame con tiempo para mandar a Marcelo a cuidarla, mientras contrato a alguien más.

Elena abrió la boca, pero no salió nada la cerró y abrió de nuevo como un pez fuera del agua. Finalmente, bajó la cabeza, resignada. Sigo pensando que ya es hora de que Elena se vaya. Pero…, también sé que es lo único ha tenido Cielo desde que Clara falleció. La única voz femenina que ha estado ahí cuando yo apenas podía respirar del dolor.

Las horas pasan y sigo esperando a Marcelo. Lo mandé con unas muestras nuevas a una perfumería de renombre que quiere incluir nuestras fragancias en su línea de lujo. Un paso importante. Pero claro, confiárselo a él fue el primer error del día.




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