Llamadas al cielo

CAPÍTULO 3: Feliz cumpleaños, Cielo

—Buenas noches. Ha llamado al número de emergencia, ¿me indica su nombre y su emergencia?

La voz no era la de su mami. Era una señorita. Su voz era suave, pero no la reconocía. Cielo tragó y su voz salió pequeña, insegura:

—Hola…, señorita. ¿Puede llamar al cielo? Es que…, mañana es mi cumpleaños y quiero que mi mami venga. Solo un ratito. Por favor…

Del otro lado hubo un silencio breve, luego una voz que se esforzaba por mantenerse firme.

—Cielo…, sabes que este es un número de emergencia.

Cielo frunció el ceño. No entendía del todo lo que decía la señorita, y menos que supiera su nombre.

—Sí… Es una emergencia—dijo bajito—, yo la necesito…, mucho.

La forma en que lo dijo… No era un capricho, era dolor. Ese tipo de dolor que deja grietas en la voz. Emma se inclinó un poco, como si, de alguna manera, pudiera estar más cerca de ella.

—Cielo, ¿cómo te llamas? —preguntó suavemente, mientras buscaba su libreta y un lapicero entre papeles arrugados.

—Ya sabes mi nombre... —respondió la niña, con una voz tan bajita que apenas se escuchaba—, ¿puedes pasarme a mi mami? Solo quiero hablar con ella un ratito...

Emma sintió un nudo en el pecho.

—Cielo…

—Sí… —susurró la niña, como si temiera que alguien más la oyera.

Y entonces Emma entendió: ese era su nombre. Cielo. Tan perfecto y frágil.

—¿Tu papi, cariño? ¿Él está contigo?

—Está dormido…, creo —dijo aún más bajito, apenas un soplido—, pero no me deja hablar con mi mami. Él sí habla con ella por este teléfono…, y dice que ella esta muy ocupada en el cielo. Yo no entiendo… Soy Cielo, su hija.

Emma tragó saliva, luchando contra las lágrimas. Se frotó el rostro con ambas manos. Era demasiado tarde para que una niña estuviera despierta. Y sintió rabia. No contra la niña, en contra el padre… ¿Cómo alguien podía ocultarle algo así a su hija?

—Tal vez tenga sus razones —se dijo a sí misma—, pero eso no borra el dolor de abandono que siente su hija por su madre.

Se imaginó las manitas de Cielo apretando el teléfono con fuerza, tal vez escondida debajo de una cama, o acurrucada en un rincón oscuro, tratando de no hacer ruido. Emma no tenía el derecho de romperle el alma con verdades que no le correspondía decir. Pero sí tenía la responsabilidad de protegerla. Aunque fuera con una mentira piadosa.

Tomó una decisión.

—Escucha, pequeña…, voy a llamar a la línea del cielo, ¿sí? A veces… están muy ocupados allá arriba. Cuidan de otros niños o están recogiendo flores de algodón.

—¿Flores de algodón? —repitió la niña, asombrada. Sonrió, y Emma sintió que esa sonrisa atravesaba la línea—, mi mami quiere mucho a los niños y se que me quiere a mi también, entonces mi papi si dice la verdad; ella está muy ocupada...

Emma sonrió también, limpiando sus lágrimas con el dorso de la mano. Era tan ingenua Cielo que hacía que sus lágrimas no se detuvieran.

—Sí, cielo. Hay muchas flores de algodón. Pero puede que no me respondan…, ¿de acuerdo?

Hubo un silencio. Uno de esos silencios donde caben mil pensamientos. Emma sabía que estaba mal…, pero ¿cómo se le rompe el corazón a una niña sin romperse a uno mismo?

Tal vez, con suerte, no volvería a llamar. Tal vez esta mentira sería suficiente, pensó Emma.

—Bueno…, te cantaré una canción mientras espero —dijo Cielo con dulzura—, es la que le cantaba a mi mami cuando se sentía triste…, o cuando le dolía algo. Creo que a ti te duele algo, porque estás sorbiendo los mocos.

Emma soltó una carcajada fuerte de esas que salen por la nariz como un cerdito, se la que tanto se avergonzaba y miró a los lados. Su compañera la observaba frunciendo el ceño, pero no dijo nada. Solo estaban ellas dos en la estación esa noche.

—Oye, ¿me dices tu nombre? Tú sabes el mío…

—Emma. Oficial, Emma Reyes. Para servirte, mi pequeña Cielo.

Cielo no respondió. Solo sonrió. Emma lo supo. Lo sintió y entonces la niña comenzó a cantar. Su voz temblaba como una hoja en el viento. No era perfecta, pero cada nota tenía más amor que cualquier melodía afinada. Emma se tapó la boca con la mano para que no se le escapara un sollozo.

Y se quedó ahí, con el auricular pegado al oído.

Escuchando, sintiendo. Como si aquella canción también pudiera curar algo dentro de ella.

Pensaba en qué decirle. Cómo cerrar la conversación sin romper la burbuja de esperanza que esa niña había construido con tanto esfuerzo, bueno, su padre había colaborado mucho al no decirle la verdad que su madre está muerta. Su compañera la seguía mirando mientras atendía todas las llamadas una tras de otra, ya que la línea de Emma estaba ocupada.

—Cielo, ¿sigues ahí? —preguntó con voz suave, cuando la música cesó minutos después.

No hubo respuesta. Solo unos pequeños ronquidos. Emma cerró los ojos e imaginó dónde se habría quedado dormida. Sin nadie que la cubra con una manta ni le bese la frente.

Miró la hora en la pantalla: doce y diez de la noche.

—Feliz cumpleaños, Cielo…, dulces sueños, cariño —susurró—, espero, que tu padre algún día te diga la verdad sobre tu mami.

Sabía que ya no la escuchaba, pero lo dijo igual y luego colgó. La llamada dejó un vacío extraño en su pecho, como si le hubieran arrancado algo sin avisar.

El olor a pastel horneado despertó a Adrián. Miró su reloj sobre su mesa de noche y no voló de su cama porque no podía, se alistó lo más rápido que pudo con la mente llena de pendientes.

La agenda de ese día sería un caos sin Marcelo.

Bajó las escaleras y encontró a Elena en la cocina. Cantaba junto a Cielo mientras le ponía glaseado a un pastel improvisado de color rosa.

La risa de su hija le sorprendió que erizó su piel, se reía tan idéntico a su madre y se la veía feliz.

Se acercó y besó su cabecita llena de rizos dorados y cielo dejó otro beso en su mentón lleno de barba.

—Buenos días, papi. ¡Mira mi pastel! ¿Te gusta?




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