Adrián Deveraux
La risa de Cielo no salía de mi cabeza. Esa risa…, hacía tanto que no la escuchaba tan libre, tan suya y me dolía. Me dolía su alegría, porque no venía de mí, sino de Elena, la señora del servicio. Yo no la hacía reír así…
«¿Qué clase de padre soy, si mi hija ríe más con otra persona que conmigo?»
Y esa risa…, esa risa es de Clara. Está en cada gesto, en cada arruga diminuta cuando sonríe, en sus cejas que se levantan igual, en ese hoyuelo travieso y verla feliz, me rompe. Porque me recuerda todo lo que ya no tengo.
En la oficina Marcelo no terminó su trabajo por su accidente y terminó perdido en los informes, los nuevos aromas y las fórmulas nuevas. Algo me zumba en la cabeza, como si hubiera dejado una puerta abierta, pero no recuerdo qué. Tampoco encuentro mi teléfono. Revisé la oficina, el auto. Nada.
La secretaria asoma la cabeza con su discreción de siempre.
—Señor, una llamada urgente de la clínica…
Levantó la mano y le digo que no con un gesto.
—Diles que llamo luego.
Todo con Marcelo es urgente, puede esperar unas horas. Me levanto y voy a mi estantería y agarró el frasco con la loción de Clara, inhaló hondo. Es como si aún estuviera aquí, mirándome desde el rincón, cruzada de brazos, con esa sonrisa que me perdonaba todo. Las horas pasan y término de enumerar las fragancias, bajo a la fábrica. Las ventanas están teñidas de naranja, ya está anocheciendo, saludo al vigilante que siempre espera que yo me vaya y me dirijo a casa.
Entonces minutos después al llegar escucho música, música infantil y se me oprime el pecho.
Y recuerdo lo que olvidé; el cumpleaños de mi hija. «¿cómo es posible que lo haya olvidado? Ni un regalo tengo en las manos, solo mi maletín.» Acomodo mis gafas y abro la puerta. El aire huele a vainilla y globos inflados. Rosa y blanco por todos lados. Marcelo en el sofá, vendado, con un sombrero de cumpleaños ladeado y la mesa llena de juguetes. Y ahí está ella. Mi pequeña Cielo,con un vestido de puntos de colores, su favorito y me mira. Esos ojos verdosos, tan grandes, tan llenos de todo lo que yo ya no sé sentir… Me atraviesa.
—Olvidé el cumpleaños de mi hija… —susurro para mí.
Pero ella corre. Corre hacia mí.
—¡Papi! —exclama como si no hubiera pasado nada. Se lanza a mis brazos.
—Papi, sabes…, es malo hacer sentir mal a otros, —me besa la mejilla llenándome de melado—, pensé que habías olvidado mi cumple. Pero el tío Marcelo me trajo la casita de muñecas. Dijo que estabas ocupado, pero que ya venías.
Marcelo me guiña un ojo y Cielo me abraza más fuerte.
—Lo siento, cariño —le digo con un nudo en la garganta. Camino con ella en brazos y la siento en la silla, junto al pastel rosa que recuerdo haber visto esta mañana, medio decorado.Y se me nublan los ojos. Solo estamos nosotros cuatro. Si Clara estuviera aquí…, seríamos una familia.
—Gracias —digo en voz baja, mirando a Elena y Marcelo. Ambos asienten, en silencio. Ellos salvaron este día. Ellos salvaron a mi hija de odiarme..
—¡Papi, canta conmigo! —me pide con los ojitos brillantes.
Trago saliva, no puedo, su alegría me duele. Ella canta y yo solo la escucho. Y me muero un poco por dentro.
—Pide que tu tío se vuelva millonario como tu papá —bromeó Marcelo.
Cielo cierra los ojos, infla las mejillas y sopla la vela con todas sus fuerzas.
—¿Qué pediste, cielo? —le pregunto mientras la estrecho. Ella me mira con esa profundidad que solo los niños tienen, como si de verdad pudiera verme por dentro.
—Es un secreto —dice sonriendo, con su dedo en los labios. Luego bosteza, pero parece muy fingido, en algo anda, lo sé—, me voy a dormir, hasta mañana, Elena, hasta mañana tío y papi.., hasta mañana.
—¿Tan pronto? —pregunta Elena, siguiéndola—, ¡pero tu pastel…!
Cielo niega con la cabeza. Es extraño. Ama el pastel, mejor dicho todo lo dulce que le hace dolor la panza.
—¿Y el besito de buenas noches, hija? —le pregunto, con una sonrisa.
Ella se detiene en la escalera. Me mira solo con una madurez que no le corresponde a sus apenas cuatro años.
—No… Ayer me dormí sin beso y pude hacerlo hoy también. Gracias, papi.
Sube sin más. Yo me quedo quieto, congelado. Marcelo va a decir algo, pero levantó la mano. Elena y él intercambian miradas asustadizas y dejó el tenedor y el pastel, todo, en la mesa y salgo.
El aire de la noche me golpea y miro al cielo, casi sin estrellas.
« Estoy haciendo todo mal, todo» «¿Cómo se sana esto? ¿Cómo se cría a una niña que es el espejo exacto del amor que perdiste?»
Y lo que más me rompe…, es que me esperó. Esperó ese pequeño beso, ese beso de buenas noches que nunca llegó…
NARRADOR
Otra jornada de trabajo comenzaba para Emma. Paloma llegó sin hacer ruido, se apoyó en el borde de su escritorio, con los hombros caídos y los ojos algo tristes, venía de hablar con su superior.
—Tengo un operativo… Traté de convencer al capitán para quedarme contigo, pero…, ya sabes cómo es.
Emma levantó la vista, la miró en silencio, con una mezcla de resignación y cariño.
—No soy una niña, Paloma. Ya sé manejar la nueva máquina de café y jugos, y no me voy a mover de aquí hasta que vengas por mí. Porque llegar a tu apartamento sola todavía me cuesta un poco…
Paloma forzó una sonrisa, pero su mirada se mantuvo cargada de culpa. No le gustaba dejarla sola. No después de todo lo que había pasado. No después de que Emma, ahora estuviera limitada a atender llamadas tras un escritorio, todo por culpa de un conductor imprudente…, que nunca pagó por ello.
—Me voy entonces —dijo bajito, agarrando sus cosas—, ¡te quiero!
—Y yo a ti. Ahora anda, que alguien tiene que seguir atrapando a los malos.
Paloma le lanzó una sonrisa rápida antes de salir. Emma se quedó sola, mirando la pantalla del ordenador. Sobre la mesa, una pequeña nota con un nombre en letras infantiles: Cielo. No había dejado de pensar en esa niña. Casi no durmió, tenía los medios para rastrear la llamada. Sabía cómo hacerlo. Pero se contenía.
Editado: 07.06.2025