—¡No iré a casa contigo!
—Es una orden. Tu padre me encomendó llevarte de regreso.
—¿Mi padre? ¡Por Dios! Ese hombre no es mi padre. Es el hombre de mi mamá. Déjame en Paz. Víctor. Prefiero pasar la noche en la calle.
—No entiendo. ¿Qué quieres decirme? ¿Acaso pasa algo en casa que deba saber? Eres una quinceañera, no debes estar en la calle.
Ella se balanceo sobre él y trato de zafarse de sus manos.
—Tú eres una buena persona, si de verdad quieres ayudar no me lleves de regreso. No me lleves a esa casa por favor.
El hombre se detuvo meditabundo, rozó su mentón lampiño y ocultó la culata de su arma tras el chaquetón de cuero bajo su abrigo.
—Te llevaré a mi casa. Conversaremos. ¿Entendido? ¿Quiero escuchar tu versión? …Si es lo que imaginó juro por Dios que no te dejaré sola en esto. ¿Está bien?
Asentó la cabeza y por fin pudo respirar tranquila. Estaba cansada de huir. Necesitaba descansar.
Más tarde cuando Anderson Gilleppe telefoneó a su amigo, Victor éste no dudó en mentir sobre el paradero incierto de la señorita. Percibió un dejo de serenidad al otro lado de la línea. Su madre no se escuchaba. Era una monotonía extraña. Un silencio casi amordazado.
Una vez en casa. Seguros tras las paredes de concreto y con un delicioso vaso de leche tibia y un sándwich de jamón serrano, la pequeña jovencita devoraba con ansias lo servido.
—Tengo que sacar a mis hermanas de casa, lo más rápido que pueda. Ayúdeme por favor.
—Mi padrastro nos alquila a sus amigotes.
Una palidez inmensurable se apoderó de su rostro. Boquiabierto no podía creerlo.
—¿Qué estás diciendo? Tus hermanas y tú son unas niñas.
—Se lo juro. Ayúdeme a sacar a mis hermanas de allí.
—Es una acusación sería. ¿Cómo sé que no estás atravesando una etapa de rebeldía juvenil?
—Tiene dos opciones: lléveme a un médico y que sea él quien compruebe mi versión o pídale a Aguirre, uno de sus amigos que necesita una jovencita para esta noche. De seguro, le llevarán a mi hermanita. —Dijo llorando.
—Esto es una locura. No lo puedo creer.
—Por favor, ¡ayúdeme!
El hombre se lo pensó por un instante. Era una acusación fuerte que sin prueba alguna podría ser grave y más aún contra su jefe. Pero había prometido ayudarla, así que hizo lo solicitado. En el mismo orden y lamentablemente el médico comprobó lo expuesto. De inmediato se procedió con una denuncia formal. Como pudo abandonó el hospital y omitió el segundo paso. Fue suficiente La versión de la jovencita. La ley haría lo suyo, pero para él no fue suficiente. Los recuerdos vinieron a su mente. Se agolpaban. Él era un niño hace dos décadas atrás. Su padre se embriagaba con frecuencia y lo golpeaba para luego arrojarlo a las afueras de su casa. Ebrio y hundido en su inmundicias no le importaba el futuro de aquel niño de solo ocho años, quien solo lloraba al pie de la puerta cerrada de su casa. ¡Su padre fue un cerdo!. Así lo recordaba. Fue así como una noche alguien se lo llevó a cambió de posada y lo destruyó para toda la vida, jamás volvió a ser niño…Lo odiaba. Lo odió y esa noche odió al padre de Camila. Lo odió de tal forma que fue a su casa, tocó a la puerta, desenfundo su arma y le metió tres tiros en el pecho. Al fondo su esposa compungida con las manos cubriendo su rostro y las hermanitas de Camila pintorrequeadas como mujeres de bar. Se alegró de haberla escuchado. Se alegró de haber hecho justicia. Por Camila. Por él y por todas las demás mujeres que dejaban de ser niñas.