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Los primeros rayos de sol se filtran a través de las cortinas, iluminando la habitación de Hania con una luz dorada.
La dulce Maya, con sus pequeños pies descalzos, caminó en puntitas hasta la cama, intentando hacer el menor ruido posible. Sus ojitos curiosos se detuvieron en las partituras y las tazas de café vacías esparcidas por el suelo.
Su madre, tan linda como las princesas de los cuentos de hadas, yacía profundamente dormida tras pasar la noche en vela, componiendo una canción especial para cantarla a los novios en la boda para la cual fue contratada.
—¡Mamma! —dijo Maya desde un costado de la cama, con su cabello alborotado y en pijama de unicornio. Estaba tan emocionada por comenzar el nuevo día, así que se puso a sacudirla para que despierte.
—Cinco minutos más... —pidió Hania, escondiéndose abajo de las cobijas.
—¡Levántate, mamma! —exigió Maya, moviéndose como un pequeño tornado.
Hania se puso a roncar, fingiendo que seguía dormida, entonces la pequeña Maya se subió a la cama, levantó la almohada y atacó a su madre a almohadazos. Estaba decidida a no dejar que el sueño de su madre interfiriera con sus planes de montar un pony en el rancho.
—¡Tenemos que irnos! —le recordó la pequeña, poniéndose más ansiosa, pues estaba muy emocionada en hacer ese viaje. Toda la semana le estuvo diciendo que irían a un rancho en otro país donde había muchos animales, entre ellos ponis, a eso se debía su entusiasmo—. ¡Mamma!
Con un suspiro y una sonrisa de rendición, Hania apartó las cobijas y envolvió a Maya en un abrazo de oso.
—¡Buenos días, amor de mi vida! —dijo Hania, besándola en la frente, una y otra vez. Luego comenzó a hacerle cosquillas en la barriga.
—¡Mamma, basta! —exigió Maya entre carcajadas. Dos perfectos hoyuelos se formaron en sus mejillas rosadas y sus ojos brillaron como cada vez que su madre la hacía reír—. ¡Tenemos que irnos!
Hania se detuvo y dejó que su pequeña se recuperara de la guerra de cosquillas. Luego se estiró lentamente, frotándose los ojos.
—¿Qué hora es? —preguntó, aún medio dormida.
—Es hora de que te levantes, te laves tu trasero de caramelo y nos pongamos en marcha —Maya se escabullió de sus brazos y corrió a abrir las cortinas.
Hania se rió ante la actitud de su hija y, al ver la emoción en su rostro, finalmente se levantó de la cama.
—Está bien, está bien —dijo Hania, rodeando a Maya por la espalda y dándole un beso tronado en la mejilla—. Vamos a prepararnos para la gran aventura.
—¡SÍÍÍ! —gritó Maya emocionada, dando pequeños brincos de felicidad—. Voy a decirle a papá que tenga el coche listo.
—Maya, ya te dije que no le llames así a Ryan. Tú tienes un papá. Ryan es solo nuestro guardaespaldas.
—Pero no lo conozco —replicó encogiéndose de hombros, sin el menor interés en su padre biológico—. Y a Ryan no le molesta si le digo papá —añadió con una sonrisita inocente antes de salir corriendo de la habitación para ir a buscar Ryan, pero en el pasillo, se encontró con su niñera Eva y ella frustró sus planes, llevándola a su habitación a prepararla para el viaje. Maya tenía secretas intenciones, y eso era emparejar a su mami con su valiente guardaespaldas. De esa forma ya no iba a regañarla por llamarlo "papá".
Hania sintió una punzada en el pecho. No podía culpar a su hija por no tener interés en un hombre que decidió no ser parte de su vida. Ella había intentado de todas las formas posibles que él entrara en razón, pero al final, fue su decisión: no quería conocer a una niña que, según él, ni siquiera era suya.
Dejó escapar un suspiro y se dirigió al baño para darse una ducha. Mientras se quitaba el pijama y permitía que el agua tibia cayera sobre su piel, trató de convencerse de que debía concentrarse en el presente. Tenía un largo viaje por delante y necesitaba estar en su mejor forma.
Sin duda lo iba a necesitar, pues aunque aún no lo sabía, el destino le tenía preparado algo y quizás... a su regreso ya nada sería igual.
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***
En un callejón peculiar por los barrios solitarios de Brooklyn, dos grandulones vestidos de negro, con lentes oscuros y auriculares en la oreja, mantenía a un pobre hombre de rodillas en el suelo. Frente a él, Alaric Moretti, CEO de la mayor empresa de alimentos del país, lo miraba de forma implacable.
—¿En verdad creíste que podrías escapar de mí?
—Señor, le ruego que tenga compasión de mí. No me mande a la cárcel. Tengo esposa, hijos... —le rogó Darío Gray, su antiguo contador.
—Eso debiste pensarlo antes de robarme —dijo el italiano, sin la menor intensión de perdonarlo.
El contador se arrastró en el suelo.
—Por favor, señor... Necesitaba el dinero, mi hijo enfermó y su tratamiento era muy caro, no quería perjudicarlo a usted o a la empresa.
—¡Señor! —su secretario se acercó corriendo—. La policía viene en camino. Ahora creo que debería ir a la empresa, la asistente llamó para avisar que la señorita Kendra está ahí, esperándolo.
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Editado: 21.11.2024