Después del funeral y a pesar de las súplicas de mi madre para que me fuera con ella, vuelvo a mi casa, quiero estar a solas con mis recuerdos. Busco sus ropas, siento su aroma. Se me antoja que, al tocar sus camisas, estoy más cerca de él y me pongo una pieza que acaricia mi piel. Me acuesto abrazando su almohada y el cansancio me vence, pues la jornada ha sido realmente agotadora.
Tengo sueños tenebrosos, siempre caminando por senderos oscuros, entre muertos, llorando desesperada, buscando entre los cadáveres y comienzo a gritar, sin poder despertar del todo y en aquel letargo siento que unos besos tiernos y protectores me cubren la frente, brindándome calidez, tranquilidad y fuerza. Sin abrir los ojos y con temor busco su rostro con mis manos y, con alegría, me doy cuenta que puedo palparlo, recorrer su pelo con mis dedos, acercarme a su mejilla, sentir su aliento, cerca, muy cerca de mí. Dura algunos minutos, pero es muy placentero y luego, asustada, abro los ojos. Estoy sola en la cama y ha sido tan real la experiencia que quedo convencida de la visita de Alberto esta noche.
Los días que le suceden a la muerte de mi esposo camino como un autómata, como y socializo para evitar escuchar los consejos que me incomodan muchísimo sobre las tareas que, según familiares y amigos, deben formar parte de mi rutina diaria, pero lo cierto es que, solo en la casa, me siento cómoda. Allí, entre sus ropas y objetos personales, lo pienso más vivo que nunca. En ocasiones paso cerca de su sillón favorito y percibo su presencia, en la cama un suave roce de manos me indicaba su cercanía. Lejos de molestarme o asustarme me agrada tenerlo cerca, protegiéndome y amándome. No estoy preparada aún para dejarlo morir.
Prefiero pensar que la grandeza de nuestro amor ha superado a la muerte. No siento dolor porque allí está él, vivo para mí.