Comienzo a trabajar ante la insistencia de mi madre, pues ella quiere que, entre mis compañeras de trabajo, encuentre alivio para mi dolor. Es la única persona a la que no puedo engañar con mi conducta aparentemente aliviada. Las madres, con esa perspicacia que las caracteriza, son capaces de percibir cada uno de los traumas que experimentan sus retoños y, la mía ha desarrollado su sexto sentido. Ese día, después de contemplarme profundamente se atreve a decir:
-Estás ausente, no logro encontrarte. Tienes la mirada perdida.
-No digas eso - replico - estoy tranquila ¿no estás contenta?
-No, yo sé que esa tranquilidad no es real, es aparente. Solo quiero que confíes en mí y me digas la verdad.
Me molestan sus palabras, hasta comienzo a sentirme incomprendida porque, para mi mente atormentada, yo me recupero de forma visible. Siento, a partir de entonces, a la autora de mis días desconfiada y alerta conmigo. Procuro calmarla con mi conducta juiciosa, hasta acepto invitaciones de mis compañeros de trabajo, sin desearlo, pero una madre, conoce al fruto de su vientre como nadie y cual espectadora inteligente y crítica escudriña los detalles, esperando las señales para actuar.
Muchos meses después, en una de aquellas invitaciones me presentan a un joven que muestra cierto interés por mí. Me agrada su conversación porque, desde el primer vocablo, se puede descifrar que posee una esmerada educación. En su afán por llamar mi atención y sostener una charla afable y sana pregunta:
- ¿No tienes hijos?
Aquella interrogante me despierta recuerdos de momentos difíciles de mi vida. Me traslado a la época en que Alberto y yo añorábamos un bebé y a las innumerables pruebas a las que nos sometimos para ello. No existió nunca ningún impedimento médico que nos imposibilitara ser padres, pero, a pesar de los esfuerzos, nunca se materializó.
Recuerdo que la tristeza me invadió y lloraba, con frecuencia, cuando la naturaleza anunciaba su presencia durante el período menstrual y mi esposo me abrazaba con fuerza para hacerme sentir querida y deseada. Después y gracias a su apoyo aquellos episodios quedaron como un punto doloroso en mis recuerdos, sin él, mi autoestima, se hubiera comprometido considerablemente. Entonces miro al muchacho despectivamente, la frialdad que encuentra en mi respuesta lo paraliza, y yo aprovecho para levantarme y salir del lugar.