Ya en la cama, acurrucada entre sábanas, en el letargo de seminconsciencia, sin haber logrado quedarme profundamente dormida siento, casi en un susurro, junto al oído, una voz que pronuncia, en tono tierno, una y otra vez mi nombre, mientras recorre mi cuerpo, con sus manos, suave, delicadamente, de una forma sutil pero perceptible.
Cuando, horas más tarde, despierto y recuerdo la sensación experimentada, por primera vez en todos aquellos meses, me supera la triste realidad. Necesito ayuda. Estoy alucinando y estos episodios ganan, conforme pasa el tiempo, en intensidad y frecuencia. No logro salir del período de duelo y esos delirios, comprometen los
sentidos, extenúan y debilitan mi mente.
Todos los días le pido a Dios la sabiduría para lidiar con el vacío que siento, sin perder la cordura.
Voy, en la mañana, a llorar con mi madre, en su regazo, contándole, a medias, lo que me está sucediendo. Ella preocupada planifica una consulta con una psicóloga, a pesar de mi resistencia.
-Solo estoy cansada - digo tratando de convencerla - cuando duerma, el sueño reparador devolverá claridad a mis pensamientos.
-Ya necesitas ayuda profesional, acéptalo - suplica ella.
Me dejo llevar porque sé que tiene razón, Estoy descontrolada y necesito resolver mi problema emocional o en
loqueceré.