La Doctora me trata con cortesía, logrando esa empatía que posibilita la existencia, entre médico y paciente, de una comunicación franca y sana. Lloro y acepto que tengo un problema, pues no estoy canalizando adecuadamente mis emociones, pero le miento, a la psicóloga, con respecto a las alucinaciones, porque, aunque estoy asustada y realmente preocupada por mi equilibro emocional, en el fondo, quiero continuar sintiendo esa cercanía de mi esposo, que brinda una supuesta paz a mi alma. Asisto a todas las consultas y hasta se hacen esporádicos aquellos episodios, pero el vacío aumenta, provocando la crisis depresiva que me
mantiene llorando cuando, a solas, su ausencia se vuelve insoportable.
Un día, saliendo de la casa, una joven rubia me intercepta y pregunta:
- ¿Eres Ana, la viuda de Alberto?
La miro con asombro, pero un poco desafiante. Es una mujer bonita y eso, como cuando estaba vivo Alberto, me pone a la defensiva.
-Sí - respondo y después de algunos minutos de contemplación minuciosa de mi parte termino preguntando - ¿tú quién eres?
-Una amiga - responde sonriente.
-¿De Alberto? - pregunto.
-No, tuya - dice presta.