Me paro de un salto y voy a ver al pequeño que permanece entretenido en una esquina de la sala. Le acaricio una mejilla con ternura, él lo percibe y responde con una preciosa sonrisa.
- ¿Cómo te llamas? - le pregunto para romper el hielo - ¿Qué edad tienes? - agrego con dulzura.
-Me llamo Abel - responde - tengo cuatro años.
La madre mira sorprendida, pero esbozando una sonrisa de agradecimiento. Yo prosigo con mi conversación:
-Alguien me dijo que siempre le haces caso a mamá y te portas muy bien.
-Sí, ya soy grande - responde graciosamente.
Me conmueve su inocencia, lo abrazo y le pido un beso, que él, de buenas ganas me brinda. Ya un poco alejada del niño le pregunto a ella con determinación:
- ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué fue tu hermana a mi casa?
-Nada, yo no quiero nada para mí, pero él - dice, con presteza y señalando a Abel - no pidió nacer, no tiene que pagar por nuestros errores y tiene derechos que no pienso ni quiero quitarle.
Me sonrío, es la primera vez, en nuestra conversación, que muestro esa firmeza de carácter y pienso que ha dejado bien claro que luchará por su hijo, pero, lo que no sabe, es que Alberto solo tiene, en mi casa, objetos de uso personal y esos estoy dispuesta a dárselos con gusto.
- ¿Cuáles, según tú, serían las propiedades de Alberto? - interrogo con una marcada ironía
Ella queda desconcertada por mi pregunta y hace un ademán extraño para indicar que no está empapada en el tema. De repente se vuelve un poco pálida. Se puede percibir el esfuerzo que realiza para hablar de la herencia. Respiro y nuevamente le pido al Señor sabiduría para lidiar, en mi estado, con tal situación. Suavizando el tono de voz que, he usado hasta el momento, comento:
-La casa y todo lo de adentro es mío. Alberto solo llevó su presencia, algún que otro equipo y los objetos de uso personal.
Ella comienza a llorar y, a modo de justificación, dice:
-Imagínese, estoy sola, no tengo trabajo, ni dispongo de los recursos necesarios para mantenerlo.
-Sé que es difícil para ti - señalo - tendrás que trabajar y crecerte ante la dificultad - y después de unos minutos de silencio agrego - fuimos víctimas de las mentiras de un hombre desleal y egoísta.
Diciendo esto me dirijo, lentamente, a la puerta, dispuesta a dar por terminada la visita. Antes de cruzar el umbral volteo, completamente, el rostro para mirar a las personas que, por cosas del destino, había conocido aquella mañana. No les guardo rencor pues, las considero víctimas, como yo, pero, no quiero relacionarme con ellos, porque forman parte de momentos dolorosos, de mi vida, que quiero superar y dejar en el pasado, aun así, con voz entrecortada digo:
-Todas las pertenencias de Alberto se las haré llegar en los próximos días - y después de unos minutos de silencio agrego - Yo no quiero nada para mí.