Ya en la casa, acostada, acurrucada entre las sábanas e invadida por el desánimo, valorando lo acaecido en los últimos días y particularmente en la mañana, lloro desconsoladamente. Siento pena de mí, por los quince años de engaño, por haberme dado cuenta que no conocí al hombre con el que compartí mi primera juventud, sin embargo, tengo tantos recuerdos lindos que no puedo sentir rencor por Alberto, el desencanto sí me invade, pero, en el corazón, solo hay espacio para mi amor por él. No podría olvidar jamás la ternura que siempre lo caracterizó y que lo llevó a tratarme con una delicadeza, respeto y distinción que me hicieron sentir especial. Sé que, ese amor, que me profesó por quince años, fue real, esos momentos gratos que, pasé a su lado, me convirtieron en una esposa feliz.
Nunca fui víctima de maltrato de su parte, no hubo un reproche o un gesto, que indicara desagrado o desgano, siempre me mostró su mejor sonrisa, me brindó protección y apoyo incondicional, convirtiéndome, como él mismo decía en su mejor regalo y mayor bendición del Señor, por ello y a pesar del descubrimiento, no puedo renegar de Alberto, ni de los años vividos a su lado y le doy gracias a Dios por haberme regalado su presencia durante todo ese tiempo. Quizás la sabiduría divina brindada, como respuesta a mis peticiones, me ayudaron a descubrir que, los seres humanos, tenemos matices, por ser seres imperfectos por naturaleza, pero en esa batalla por mejorar cada día, debemos apartar, de nosotros, la crítica improductiva y ayudar a nuestros semejantes, tomando de cada persona lo
positivo, lo que pueda inmortalizarlos para los suy
os.