Me queda, de Alberto, esa fe y confianza ciega en las personas, la mirada profunda, que sabía calar hondo en el alma de sus semejantes, la intensidad y dedicación que le ponía a cada tarea, el desinterés, la sabiduría en la toma de decisiones y, por último, la delicadeza y caballerosidad con que me trataba. Prefiero no enturbiar, con pensamientos rencorosos y turbios la imagen limpia, pura y especial que tengo de mi esposo y menos cuando, por fuertes designios del destino, ya no se encuentra en este mundo. No hago partícipe a mi madre, familiares y amigos de los últimos acontecimientos, pues no quiero que polemicen o especulen al respecto, enturbiando, con sus comentarios mal intencionados, su imagen. De todas formas, aunque he tolerado la deslealtad y no le resto mérito a su conducta en todos los años de matrimonio, comprendo que no se puede idealizar a los mortales porque todos cometemos errores cuando estamos expuestos a situaciones límites, en las que ponemos a prueba nuestra capacidad de tolerancia y sacrificio, de cierta forma, él me había protegido de esa verdad tan fuerte, que hubiera hecho, de mí, una mujer incompleta.
Con el transcurso de los días, me voy dando cuenta que los últimos acontecimientos me han fortalecido mentalmente y, gracias a eso, ya puedo lidiar con la muerte, el desencanto, el vacío que, anteriormente, casi acaba con mi cordura y con aquel hijo que está ahí para mostrarme que él, mi esposo, había podido disfrutar de la paternidad, mientras el destino me priva de ese derecho.
Renazco visiblemente, porque me he propuesto retomar mi vida, resurgir con nuevas energías, enfrentar las vicisitudes y acabar con el sufrimiento que me ha arrancado poco más de un año. Ya no siento rencor, ni dolor, solo abrazo la resignación, como el único camino claro en mi andar hacia el futuro y estoy segura que esa fortaleza espiritual, que me ha levantado viene únicamente de Dios.