Lluvia de Fuego: La Era del Fuego 1

Capítulo 15: Adiós Amiga

I-II

—¡Finnister! ¡Levántate ya! ¡Llegarás tarde! —gritaba, histérica, la madre de Finn.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ou!

Un muchacho bastante torpe se había levantado de un brinco, golpeándose la cabeza en el techo de la habitación.

—¡Ya voy mamá! Cielos, creí que era otro terremoto —dijo, sobándose la coronilla y preparándose para bajar del segundo nivel de la litera.

Era un chico gordito, de ojos azules. Su corto cabello lacio se esparcía en todas direcciones, haciendo lucir su cara redonda, como un jitomate con colilla. Su piel clara hacía juego con el pijama de lagartos que tanto le gustaba. A sus 19 años no le avergonzaba usarla, era muy cómoda.

—¡Levántate Finn! ¡Levántate, es un terremoto! —decía su hermano pequeño, agitando la cama lo más fuerte que podía.

—¡Ya basta Jimmy! ¡Ya basta! —Finn se detenía en las escaleras para no caerse, era bastante torpe.

—¿Te asusta? ¡Ayer gritabas como una niña! ¡Vamos a morir, vamos a morir!, decías.

—¡Espera a que baje y te daré tu merecido!

Finn saltó como pudo, pero cayó de sentón, rebotó como una pelota, y su cuerpo giró completo hasta quedar de panza al suelo. Jimmy soltó una carcajada y salió corriendo mientras reía, antes de que su hermano pudiese levantarse y cumplir su promesa.

—¡Eso es! ¡Corre y escóndete con mamá! —le gritaba Finn, levantándose con mucho esfuerzo—. Pequeño demonio.

Ya era tarde, debía darse prisa para llegar a tiempo a clase, pero primero... lo más importante: tenía que alimentar a sus mascotas. Preparó un poco de lechuga, jitomate, apio —que guardaba en una hielera— y colocó la ensalada cerca de Martha, para que comiera. Después, sacó un pequeño ratón de un contenedor, el cual dejó junto a Bertha. Ambas iguanas estaban en el terrario que ocupaba casi la mitad de su dormitorio.

El pequeño roedor comenzó a andar, sin saber qué destino le aguardaba; correteó por el terrario, incluso se atrevió a mordisquear la lechuga de Martha —quien se acercó rápidamente a recuperar su alimento al darse cuenta del hurto—. En cambio, Bertha, no parecía interesada en el alimento.

—¿Bertha? ¿No tienes hambre linda? —preguntó Finn a su iguana. Ella, negó con la cabeza—. ¿Estás enferma?

La iguana volvió a negar, pero Finn sabía que mentía —incluso ya era capaz de eso—. El animal estaba temblando, enroscaba y desenroscaba su cola, parecía nerviosa.

—¿Qué ocurre, Bertha? No me asustes —decía el joven, preocupado—. Has actuado raro desde ayer, ¿te espantó el terremoto acaso? No tienes que preocuparte, sólo fue un temblor.

Bertha volvió a negar con la cabeza y se encogió sobre sí misma, parecía asustada.

—Creo que hoy te llevaré al laboratorio para hacerte nuevos análisis. Me aseguraré de que estés bien.

Finn, se acercó hasta el terrario y tomó a la bella iguana dorada. El reptil siguió moviendo las patas a pesar de estar en el aire, tratando de volver a su pequeño hogar. La metió en una maleta muy grande, enroscando su cola para que cupiese, una vez adentro se quedó quieta. Hacía tiempo que no la llevaba a la universidad, ya era demasiado grande y resultaba difícil ocultarla. Sin embargo, a Finn le preocupaba la actitud de su amiga, el terremoto la había vuelto loca, tendría que correr el riesgo.

Se puso su camisa a cuadros, abrochando los pequeños botones que amenazaban con salir volando; se colocó un pantalón negro, algo viejo, y se echó el cabello hacia atrás. Tomó su mochila, la maleta donde estaba Bertha, y salió de casa sin despedirse. ¿Para qué? A nadie le importaba de todas formas.

El joven estudiante tenía una vida dura. Durante la mañana, estudiaba; por la tarde, se quedaba en el laboratorio; y en las noches, trabajaba en una tienda de esas que abren las veinticuatro horas. Su padre, era alcohólico; su madre, a pesar de que se preocupaba por él, tenía sus ojos siempre centrados en el hermano pequeño —quien a sus siete años ya era un demonio—y, para terminar, el hermano mayor se había fugado con su novia desde hace una semana. Por eso Finn adoraba tanto a las iguanas, eran su única compañía.

En las calles todo se veía normal, descontando el temor latente de una erupción del monte Brauquiana. Muchas personas se sumaron a la lista de los que abandonaron la ciudad después del siniestro. Sin embargo, para el resto, la vida seguía y debían cumplir con sus responsabilidades.




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