Lluvia oara el alma

Un ángel bajo la lluvia.

El viento soplaba con fuerza. Los árboles resistían, firmes, mientras sus hojas danzaban al compás de la tormenta. Los truenos retumbaban con creciente intensidad y, al caer la primera gota de lluvia, todos corrieron a refugiarse. Luego otra, y otra más... hasta que el diluvio se desató.

En el interior de una cafetería vacía, un joven de cabello largo y negro recogido en una coleta, con gafas de pasta y un suéter de lana gris, observaba la lluvia a través del cristal. Estaba solo en una mesa para dos. Frente a él, un ramo de gerberas lucía tan triste como su expresión. Un abrigo negro descansaba en el respaldo de su silla, y sostenía entre sus manos una taza vacía, mientras otra taza, aún llena, se enfriaba frente a él. Su mirada, perdida, no dejaba de contemplar el aguacero.

Los empleados del local lo observaban con discreta compasión. Llevaba más de tres horas allí, en el mismo lugar. Su pareja había terminado con él, y no parecía tener fuerzas para levantarse.

De pronto, el sonido de la campanilla en la puerta llamó la atención de todos. ¿Quién podría entrar en plena tormenta?

Una figura empapada apareció en el umbral: una joven con un vestido blanco, el cabello castaño adornado por reflejos dorados, como si el sol hubiese acariciado cada mechón. Descalza, con los tacones en la mano, temblaba de frío.

Por primera vez en horas, el muchacho apartó la vista del cristal y la miró. Por un instante, creyó que un ángel había entrado. El local pareció iluminarse con su presencia.

Se levantó y, sin pensarlo, le ofreció su abrigo.

—Siéntate, estás helada —dijo, apartando una silla para ella.

La joven, que hasta entonces no había despegado la vista de sus pies, levantó la mirada. Esbozó una media sonrisa.

—Gracias.

Sus ojos eran grises, como las nubes de aquel día, y en ellos brillaba una fuerza salvaje, tempestuosa, aunque también frágil y delicada.

Una mesera se acercó con una toalla y un par de tazas humeantes. El aroma a chocolate caliente los envolvió. La taza de café frío fue retirada en silencio.

—¿Estás bien? —preguntó el joven al verla disfrutar lentamente del calor de la bebida.

Ella asintió.

—Podrías resfriarte —añadió él—. Lleva rato lloviendo... debiste buscar refugio antes.

—No le temo a la lluvia —respondió ella—. La disfruto tanto como al sol.

El joven bajó la mirada hacia sus pies.

—¿Me permites la indiscreción? —preguntó con suavidad—. ¿Por qué vas descalza?

Ella lo miró por encima de la taza, luego bajó la vista y sonrió con orgullo.

—Porque aprendí a andar.

Al ver la expresión desconcertada del joven, amplió su respuesta:

—Escapé de mi boda.

Él no lo esperaba. Otro hombre estaba ahora en la misma posición en la que él estuvo horas antes. Su rostro no ocultó una mueca de desaprobación.

—Me llamo Angie, por cierto —dijo ella, extendiendo la mano.

Él se la estrechó con cierta duda.

—Klaus —respondió.

—¿Esperabas a alguien? —preguntó, señalando las flores.

—Estuvo aquí... pero como tú, escapó —dijo, cortante, volviendo la vista al cristal.

—Lo siento —susurró Angie, percibiendo su tono y el resentimiento en su voz—. No quiero incomodar. Me iré a otra mesa.

—Tienes razón, perdón —se apresuró Klaus cuando ella ya se levantaba—. No debería proyectar mi dolor sobre ti. Es una historia distinta. Y debiste tener tus razones para huir. Además...

Se detuvo un segundo, mirándola.

—... luces como un ángel. No pareces capaz de hacer daño a nadie.

Angie suspiró profundamente y dejó la taza sobre la mesa. Observó por un momento las calles anegadas.

—Incluso los ángeles pueden pecar —dijo, con una calma inesperada.

Klaus frunció el ceño, sin entender. Pero no la interrumpió.

—Cometí el error más placentero de mi vida: enamorarme de un demonio. Sabía que podía hacerme daño, pero lo seguí hasta el infierno. Me quemé una y mil veces por él. Abracé cada espina de su corazón sin importarme cuánto sangrara el mío, mientras él arrancaba mis alas, pluma por pluma. Me olvidé de mí para salvarlo. Lo llevé hasta el purgatorio. Pero cuando supe que ya no podía volar, le pedí ayuda... y me dejó atrás. Usó mis alas para ascender al cielo. Yo me quedé allí, rota, arrastrándome, mientras otras almas me ayudaban a levantarme. Y aprendí a andar. Paso a paso. Me costó, pero lo logré.

Hizo una pausa. Klaus contenía el aliento.

—Lo volví a ver. Había vuelto por mí. Me aferré a él, deseando volar juntos. Pero ya no extrañaba el cielo... Me gustaba caminar. Mis alas se habían convertido en un accesorio. Así que corrí, corrí hasta que se me acabaron las fuerzas.

Klaus no supo qué decir. El sol, tímido, empezaba a asomar. El rostro de Angie se iluminó, aún más radiante.

—Klaus, primero aprende a andar. Sana. Luego, si quieres, vuela con alas nuevas. Pero no dejes que un corazón de espinas someta al tuyo, que está hecho de flores.

Se levantó con una sonrisa luminosa, dejando su abrigo sobre la silla. Klaus notó, en su espalda, dos pequeñas marcas. Como si unas alas alguna vez hubieran estado allí.

—Gracias —dijo Angie, antes de marcharse con sus pies descalzos.

Klaus reaccionó al instante y salió tras ella para alcanzarle los zapatos. Pero al cruzar la puerta... no había nadie. Angie se había esfumado.

Levantó la mirada. Una figura parecida a un ave volaba hacia un arcoíris. Una sola pluma descendió suavemente y aterrizó ante sus pies.

Tal vez fue solo una historia. Tal vez no.

Pero algo dentro de Klaus, algo profundo, le susurraba que era real.

Y con eso, dio su primer paso.

Fin




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