Lo Desconocido del Reino

Capítulo 9

Corría libremente por el exuberante jardín trasero, dejando que los rayos del sol acariciaran mi piel y se perdieran entre los rizos de mi cabello castaño. Mis ojos marrones brillaban de emoción mientras mis pies ágiles se movían entre las delicadas flores que adornaban el lugar, sintiéndome como una verdadera princesa en mi reino en Bélgica.
 


 

El aroma embriagador de las flores llenaba mis sentidos, mientras la suave brisa mecía suavemente sus pétalos coloridos. Cada paso que daba estaba lleno de alegría y expectación, pues para mí, aquel día soleado prometía aventuras y momentos inolvidables.
 


 

Sin embargo; mis pasos ligeros se vieron interrumpidos por un inesperado tropiezo en el último escalón. Con un grito angustiado, caí de bruces al suelo, sintiendo un dolor agudo en mi rodilla que pronto se tornó intensamente punzante. Las lágrimas brotaron de mis ojos, desbordándose sin control y mis manos temblorosas se aferraron a la herida, manchando mis dedos con el líquido carmesí que fluía libremente.
 


 

En ese momento, la voz preocupada de mi padre resonó en el aire, acercándose rápidamente para socorrerme. Sus ojos reflejaban la angustia y el amor desmedido que sentía por mí, su querida hija.
 


 

—¡Cielo! ¿Qué ha ocurrido? —dijo mientras se acercaba apresurado.
 


 

—¡Me caí, papi! —logré balbucear entre sollozos, buscando consuelo en su abrazo protector.
 


 

—Tranquila, cariño. Estaremos aquí para cuidarte —susurró con ternura mientras me levantaba en sus fuertes brazos y me llevaba con delicadeza hasta la cocina, mi refugio seguro.
 


 

Mi madre entró en la habitación, sacando el botiquín y sus ojos se encontraron con los míos, transmitiendo calma y cariño en cada gesto. Sus dedos suaves acariciaron mi rostro, secando las lágrimas que surcaban mis mejillas.
 


 

En la isla de la cocina, me senté con la rodilla adolorida, sintiendo la frescura del mármol contra mis piernas. Con un gesto lleno de afecto y preocupación, mi madre entregó el botiquín a mi padre, quien comenzó a curar mi herida con delicadeza.
 


 

El roce del algodón empapado en solución antiséptica me hizo contener la respiración, mientras su mano firme trabajaba para desinfectar el corte. Aunque sentí un agudo dolor, mi padre me sonrió reconfortantemente, haciéndome saber que pronto todo estaría bien.
 


 

—Tranquila, aguanta un poco más, cariño. Estamos casi terminando —dijo en un tono suave y tranquilizador.
 


 

Finalmente, la venda envolvió mi rodilla y me ofreció una mirada llena de orgullo y alivio. Mis ojos se encontraron con los suyos, agradecidos por su apoyo y amor incondicional.
 


 

—Ahora estás lista, mi valiente princesa. Ya no sentirás más dolor. Haré todo lo posible para que estés siempre a salvo —me aseguró con voz dulce, mientras limpiaba las últimas lágrimas que habían quedado en mis mejillas.
 


 

—¿De verdad, mamá? —pregunté, con la esperanza brillando en mis ojos mientras observaba mi rodilla curada.
 


 

—Es una promesa, mi amor —respondió, su voz llena de ternura y determinación. Sus dedos se deslizaron por mi cabello, separando los rizos rebeldes de mi frente —Estaremos aquí para ti, cada vez que caigas, te levantaremos juntos.
 


 

—¿De verdad lo prometen, papi? —pregunté, extendiendo mi mano pequeña hacia él.
 


 

Él levantó su mano con cariño, y emocionada, alcé las dos manos, uniendo nuestros dedos en un pacto irrompible.
 


 

—¡Siempre cumplimos nuestras promesas, miamorcito! Estaremos contigo en cada paso del camino, celebraremos tus alegrías y enjugaremos tus lágrimas. Tú eres nuestra princesa y siempre te protegeremos. Nunca olvides que nuestro amor por ti es incondicional.


 

***
 


 

En los cuentos de hadas, los dieciséis siempre era la edad en la que las chicas descubrían que tenían poderes mágicos. Pesaba sobre ellas una maldición que solo un príncipe podía romper, un pasado catastrófico con el que tenían que lidiar y, en la mayoría de los casos, descubrir que en realidad eran princesas.
 


 

Por suerte para mí, ya tenía diecisiete años, a punto de cumplir dieciocho en unos meses, y nada de eso había sucedido. Mi vida era simplemente ordinaria, y prefería que así fuera.
 


 

Aunque... no me haría responsable si mi lápiz terminaba en el ojo de Amber si no dejaba de mirarme con odio. Su mirada reflejaba puro rencor, pero no me retractaría de lo que le había dicho. Prácticamente tenía marcado en la cara que me quería matar.
 


 

El sentimiento era mutuo, querida.
 


 

De todas formas, mientras se acercaba la campana para volver a clases, fui a buscar algunos libros que estaban en mi casillero. Pero, por supuesto, ella tenía que estar discutiendo con alguien.
 


 

Y ese alguien era mi mejor amiga.
 


 

Flashback.
 


 

—Tú ni te metas, Madie. Esta me las va a pagar por decir que no valgo la pena —me ordenó, sintiendo cómo la ira se apoderaba de ella.
 


—En realidad, la apoyo totalmente. Me imagino que solo te muestras amable cuando te conviene, lo que te convierte en la más hipócrita —expresé con valentía.

—Ven y dímelo en la cara, estúpida —me retó, sintiendo rabia y frustración en cada palabra.

—¿En cuál de las dos caras, querida? —le respondí, con una confianza que le sacudía los nervios.

Se quedó callada, sintiendo cómo sus puños se apretaban y la ira la invadían como un fuego ardiente.

—Oh, Amber, ¿qué te pasó? ¿Se te acabaron las palabras? No te preocupes, nadie esperaba que tu intelecto fuera tan limitado. Después de todo, solo te preocupas por aparentar ser lo que no eres: una persona decente —la desafié, sintiendo cómo mis palabras se convertían en lanzas.




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