Siempre me dijeron que es mejor estar solo que mal acompañado, pero sólo lo vi como un simple dicho.
De pequeño estaba rodeado de amigos, siempre jugábamos todos juntos, un grupo enorme de amigos y amigas que estaba muy unido.
Poco a poco ese grupo se fue separando, me dolía que el grupo cada vez fuera más pequeño pero siempre pensé que al irse la gente quedarían los amigos verdaderos.
Cuando el grupo disminuyó a 4 personas, podía contarlos con los dedos de una mano y me sobraban dedos. Estaba convencido de que ahí era la verdadera amistad.
Pero me vi solo.
Nuestros destinos se separaron y cada uno se fue por su lado, yo conocí gente nueva, varias personas pasajeras, y grupos de amigos, muchos grupos.
No podía meterme en ningún grupo, nadie contaba conmigo para nada y yo solo era un cero a la izquierda para ellos.
El dicho dejó de ser solo un dicho y empezó a cobrar sentido.
No estaba totalmente solo aunque estaba solo. Que irónico, ¿verdad?
Mientras todos reían y hacían planes estupendos, yo estaba en un banco con mi teléfono, a veces reía y no me sentía solo, pues a pesar de no tener a nadie a mi lado, tenía a una persona muy importante al otro lado de la pantalla.
Nunca tuve una soledad total, siempre tenía a alguien cuidándome desde el cielo, gente que tiene un gran valor dentro de mi corazón.
A miles de kilómetros tenía una muy buena amiga, ella también era de pocos amigos y pasábamos mucho tiempo hablando.
Nunca me dijeron que estar completamente solo podía doler tanto, lo descubrí sólo. Pero también descubrí que muchas veces para darse cuenta de las cosas hay que estar en lo peor.
Y estando ahí, solo, me di cuenta de que prefiero estar en un banco riéndome con un teléfono hablando con una persona importante y no estar incómodo en un grupo en el que sobro.
Comprendí que realmente sí es mejor estar solo que mal acompañado.