Atroz es el recuerdo de aquella tarde de invierno, guardada en el viento y los registros del tiempo, en que una bella damisela de ojos brillantes caminaba disuelta en el sonar del violín y las notas de la novena sinfonía de Beethoven que inundaba sus oídos de exquisitos sonidos capaces de abstraer a cualquiera de la realidad inmediata y evocar memorias hermosas, así como fatídicas.
La primera vez que había experimentado el salto expreso de su corazón, suscitado por la emoción tácita nacida del choque de su mirada contra la de un joven flaco y de simpatía nata, con quien más tarde terminaría compartiendo los más íntimos pensamientos que merodeaban sus adentros, sin tabúes o miedos. Y ella, como astuta alma entendería, que sentada a su lado en el cofre de esa vieja chatarra llamada auto, entre risotadas, canciones y golosinas la vida se simplificaría a su más sencilla expresión. Pasando días, semanas e incluso meses sin perderse la magia, en los que se acumulaban poemas escritos sobre papel con tinta o bien sobre piel con caricias.
El día de su infancia en que su torpe andar la hizo tropezar derramando su postre de avena sobre sí, causando inmediatas carcajadas burlonas de los insípidos compañeros de clase que la rodeaban, quienes vociferaban la nueva lista de motes designados a la sonrojada niña de anteojos, que, en el paroxismo de su aflicción, rompió en llanto, cubriendo sus ojos sin entender el cese repentino del barullo hasta reanudar su vista y observar a la que se convertiría en su cómplice de vida arrojar comida a uno de los guasones, dando inicio a una guerra jocosa siendo el instante transformado a júbilo.
Pero la interminable serie de recuerdos proyectados cual cinta de viejo cine ante los ojos de la muchacha eran en realidad, el efecto producido no por la sinfonía en sus oídos, sino, por el impacto del accidente de un autobús con malos frenos, contra el cuerpo de la distraída joven que ahora yacía inerte en el suelo, muerta.