—Y eso fue lo que pasó —respondí a la enfermera, que me escuchaba atentamente.
—Lo bueno es que ya no pagarás alquiler —bufó, intentando mejorar mis ánimos.
Lo dijo con la confianza de una amiga. No pude evitar soltar una ligera sonrisa.
—Disculpe si peco de chismosa, pero… ¿aún no la han llamado para el trabajo? —murmuró suavemente, bajando la voz mientras acercaba su oído a mí.
—Si me llaman, deme de alta… es que no tengo dinero —murmuré, imitándola.
—No te realizan ni un examen general y ya piensas en irte —exclamó, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño—. Además, eso no lo decido yo; lo determina tu médico a cargo —añadió, más calmada.
Tras terminar el chequeo, la enfermera se retiró, dejándome sola.
Sola con mis pensamientos…
mis pensamientos…
¿Mis vecinos? ¿Están bien?
Intenté recordarlos.
Pero algo no cuadraba. Tal vez era por la explosión.
No paraba de darle vueltas.
No recuerdo…
no recuerdo sus caras.
Toc. Toc.
Me sobresalté, a pesar de ser un simple golpe.
Un toque que llenó todo el cuarto.
Todo.
La puerta se abrió.
Resonaron pasos.
Lentos.
Constantes.
Cada uno era un eco.
Un eco demasiado fuerte.
Se acercaba.
Me hice la dormida.
Ya están aquí.
—No te preocupes, solo vengo a darte el informe de tu estado —dijo—. Ya me informaron que estás despierta—.Delató mi intento.
Al escucharlo, lo recordé.
Aquella voz.
Casi angelical.
Tan breve.
Tan fugaz.
Procedí a abrir los ojos.