No recuerdo el momento exacto en que empecé a desaparecer. Tal vez, fue la suma de los días pequeños, como gotas cayendo sobre la misma piedra hasta dejar una grieta.
Primero dejé de decir lo que pensaba, luego dejé de decir lo que sentía. Y cuando quise darme cuenta, ya no quedaba mucho de mí.
Vivía dentro de una rutina pulcra: estudiar, trabajar, dormir. Un sistema sin errores, sin dudas, sin emociones fuera de lugar. Nadie notaba que algo faltaba, porque aprendí a fingir que todo estaba bien.
Y lo hacía tan bien que, a veces, yo misma lo creía.
Pero el silencio cuando se prolonga demasiado, se vuelve un espejo. Y un día sin previo aviso, ese espejo se rompe.
Yo me rompí.
No con un grito, ni con una lágrima, sino con una certeza: no sabía quien era.
A partir de ahí, todo comenzó. No con amor, sino con una pregunta que quemaba por dentro:
¿Qué queda de mí cuando dejo de llenar las expectativas de los que esperan algo?