Lo que callaron los juglares

0. La noche de Glorkhan

4° Semilunio, Año 489 d.R.

Sylae sonrió maravillada, presa de la emoción al llegar ante la magnificencia del Salón Real. Esa era su primera noche de Glorkhan, puesto que finalmente había cumplido quince años. ¡Por fin le era permitido asistir a la más increíble festividad del año! Los Dioses sabían cuánto tiempo llevaba escabulléndose para observar la celebración a escondidas desde un palco. Los hermosos vestidos, la música sonando, el vino circulando y la tenue iluminación de las velas danzando junto a las bellas parejas de baile. Por fin, el momento que durante años había imaginado estaba allí. Sylae había encargado al sastre de la familia el mejor vestido que nunca tuvo, de seda y con brocados florales en hilos de oro. Lucía con soberbia el escote rectangular y las mangas anchas, y se divertía girando sobre sí para apreciar el efecto del verdugado bajo la falda, ese que tan de moda se había puesto en la Corte. Todas las mujeres lo llevaban, y se sonrió orgullosa por haberle insistido a su madre en usarlo. Su cabello oscuro iba decorado con un vistoso tocado con apliques de perlas y pequeños ónices. Se sentía hermosa y confiada, y así ingresó al Salón Real. Su presencia no pasó desapercibida, siendo su primera noche de Glorkhan y luciendo tan madura y elegante. Unos cuantos muchachos se acercaron a hablar y ella los recibió radiante, pese a saber que su madre ya la había prometido en matrimonio con Lord Willmourn. Al menos, pensó, el hombre se había ausentado esa noche. Podría disfrutar, bailar y reír hasta que sus pies dolieran.

Transcurrieron unas cuantas horas para que el ambiente comenzara a cambiar. Sylae brincó de felicidad y fue al centro del salón con su primer compañero de baile al advertir que la pavana por fin era reemplazada por la gallarda. Los laúdes, violones, las flautas de pico y el virginal se llenaron de vitalidad, en sintonía con las parejas jóvenes que se adueñaron del Salón Real, brincando, riendo y aplaudiendo. Sylae se la pasó de maravilla, bailó hasta perder el aliento, y bebió cuanto vino encontró para poder seguir danzando.

En un punto de la noche, sintiéndose exhausta y ligeramente mareada, decidió tomarse un descanso y apartarse unos momentos para recomponerse. Las gallardas habían dado paso al branle, el cual le fascinaba, pero tendría que esperar.

Fue entonces, mientras mordisqueaba un bocadillo de damasco, cuando un Señor se detuvo junto a ella y besó el dorso de su mano, presentándose como el Marqués de Phiadris. Sylae respondió cortés, sumamente curiosa con respecto al desconocido sujeto nunca antes visto en la Corte. Llevaba ropas exquisitas, su porte era digno del más emblemático caballero, y le mantenía animosa conversación con aquella voz profunda y varonil. Los sentidos de Sylae habían comenzado a alborotarse, pese a sus profusos intentos por escapar al encanto del marqués. Sabía que no se encontraba en condiciones de tomar decisiones; sin embargo, cuando el elegante Señor le pidió acompañarlo en el próximo branle, Sylae no pudo negarse. Nunca supo por qué.

Sensaciones desconocidas comenzaron a recorrer el cuerpo de la joven Sylae cuando el marqués sujetó su mano, luego su cintura, con destreza y seguridad. Sus ojos eran tan oscuros como la luna en novilunio, y su boca se ensanchó en una radiante sonrisa una vez acabado el baile. Ambos aplaudieron, contagiados por la alegría general, y el marqués le invitó una copa de vino. Sylae no resistió la tentación de rozar sus dedos al aceptar la bebida, y el hombre le dedicó una mirada intensa, capaz de amedrentar a cualquiera. Pero la joven noble, al contrario de intimidarse, encontró un reto en el semblante soberbio del marqués; y ella, muy a pesar de su querida madre, era una amante de los desafíos.

—Mi Señor, dígame, pues muero de curiosidad: ¿qué lo ha traído de tan lejos?

—La fama de esta festividad, bella Sylae —respondió el marqués—. El renombre de la noche de Glorkhan ha llegado incluso a mis remotas tierras, más allá de la cordillera.

—Espero que esté disfrutando de la velada, en ese caso.

El marqués la observó largo y tendido, para luego sonreír y acercarse a ella.

—Oh, mi querida, como no tiene idea. El vino es dulce, la música exquisita, y la compañía… He oído enorme cantidad de trovadores entonar finas poesías sobre mujeres menos bellas que usted.

—Me alaga, mi Señor.

—Así debería sentirse siempre, dulce Sylae —murmuró, pues ya se encontraba tan cerca de su rostro que no era necesario alzar la voz—. Permítame endulzar sus oídos y robarle sonrisas por el resto de la velada, hasta que el sol despunte y esta felicidad deba volver al polvo. Sería mi más grande placer.

Una poderosa mezcla de éxtasis y curiosidad se removió en el pecho de Sylae ante sus palabras. Llegados a ese punto, no habría sentido más que decepción si el marqués no hubiese declarado sus intenciones para con ella.




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