Lo que callaron los juglares

03. Pero ahora ya no lo miraba

8° Novilunio, Año 507 d.R.

El sol caía detrás del follaje de los árboles. Era invierno, suaves copos de nieve descendían con un ligero vaivén, tiñendo el paisaje. Los últimos tibios rayos de luz impactaban contra el suelo y el césped blancos, arrancando pequeños destellos de las superficies. Kalia salió a los jardines del castillo, ataviada con una hermosa y gruesa capa de lana bordada. Llevaba la capucha de la misma sobre la cabeza, con el cabello caoba largo y rizado suelto sobre sus hombros; su madre habría enloquecido al ver su peinado tan rústico. Anduvo los caminos de piedra, taciturna, y se detuvo a saludar a Jathas, uno de los cocheros, preguntarle qué tal le iba, cómo estaba su esposa. Era una muchacha ciertamente parlanchina. Shiva ya había renunciado a intentar convencerla de que no anduviera por ahí dándole charla a quien se cruzara. Kalia no dejaba de escaparse a la ciudad para conocer la rutina de los campesinos, visitar los talleres de los artesanos, las casas de banqueros y abogados en ascenso, recorrer los campos, la biblioteca, las tabernas, los templos, la academia de magia. Y hablar, hablar con todos. Le interesaban mucho los modos de vida diferentes al suyo, pues estaba convencida de que cuando se casara con un Señor y fuese la Señora de muchas personas, debería conocer el mundo de dicha gente. De lo contrario, jamás podría gobernarlos con sabiduría. Eran razones que se escapaban al conocimiento de Shiva, pues Kalia jamás se había esforzado en explicárselas: sabía que, aunque la entendiera, no la apoyaría. No vería la madurez más allá de su presunta rebeldía.

Ese día, sin embargo, ninguna madurez ni sabia visión del mundo le ayudarían a alivianar la decisión que había tomado.

Luego de hablar unos minutos con Jathas, se despidió suave y continuó en su búsqueda, congelándose, hasta que por fin lo encontró. Sabía que estaría fuera, pues con anterioridad le había comentado que ese día el Rey Haldor le había encargado un trabajo ajeno a su labor diaria: tenía que ayudar a cargar en carruajes los bloques de piedra que serían utilizados en la reparación de la muralla, a raíz del enfrentamiento que había acontecido en las inmediaciones de la ciudad entre el Comité y un grupo de nigromantes. Afortunadamente no hubieron heridos de gravedad, pero la gente comenzó a hablar y, por alguna razón, el nombre de Idris volvió a danzar entre las bocas entrometidas. Ya un año había pasado, uno que se sintió eterno. ¿Por qué asociaban a Idris con los nigromantes? Algunas voces, en su momento, se habían alzado para proclamar la desaparición de Idris como la primera semilla de un malvado plan de Mae’nas, causando pánico e inquietud entre la población. Llevó muchos lunarum que los rumores se silenciaran, pero ahora habían comenzado a sonar otra vez. Kalia siempre había observado la situación desde afuera, tranquila, pues sabía, gracias a Mikhael, que Idris estaba bien. No sabía dónde, ni cómo, ni por qué, pero al menos estaba bien. Con eso bastaba. En cuanto a su fe, ya no sabía qué ni en quiénes creer; sólo le permitió a la cuestión disolverse paulatinamente hasta que su importancia dejó de reverberar en su mente.

Encontró a Mikhael cuando estaban terminando. El joven saltó del carruaje, sacudiéndose el polvo de las manos, y Kalia se le acercó sonriente.

—Hola, Mik.

El aludido se giró al oírla, sonriéndole en bienvenida.

—Kalia, ¿qué haces aquí afuera? Hace un frío de muerte.

—Tenía que hablarte de algo. ¿Ya acabaste? —Mikhael asintió—. Bien, vamos adentro; lo del frío también aplica para ti.

—Ah, pero es que yo lo aguanto —acotó, socarrón, mientras comenzaban a caminar a la par—. ¿No lo sabías? Mis ancestros orzilianos me concedieron el don de resistir el frío.

Kalia rió.

—¿También heredaste lo bruto de ellos?

—Oye. —Se llevó una mano al pecho, dolido—. Aquí adentro hay sentimientos, ¿sabes? Y son muy frágiles y bonitos. Ten cuidado, niña.

—Sí, claro, por supuesto… Sobre todo bonitos.  

Mikhael decidió no responder al claro, clarísimo sarcasmo de Kalia, y simplemente chocó su hombro con el propio. Luego, cuando la chica alzó la vista hacia él, le sonrió y siguieron caminando. Al llegar adentro, Kalia giró hacia la derecha y se encaminaron por los pasillos cada vez más angostos y rudimentarios.

—¿Por qué vamos a la cocina?

—Porque me llevo muy bien con Rudith, y le pedí que nos hiciera algo caliente para beber —murmuró, llegando al lugar en cuestión—. ¡Hola, Rudith! ¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Y tu niña, Clare? ¿Ella está bien? Oh, me alegro mucho.




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