Lo que callaron los juglares

05. El lugar que le correspondía

8° Semilunio, Año 507 d.R.

Mikhael se despertó de improviso, sudado y respirando agitado. Sus ojos permanecieron abiertos como platos durante unos segundos, para luego cerrarlos y suspirar, apreciando el milagro de poder respirar.

Una vez más, había soñado con Idris.

Tomaba diferentes formas, pero el resultado siempre era el mismo. La jovencita de cabello castaño se materializaba frente a él y, tan sonriente como siempre, le extendía la mano. Y él, sin dudas, sin vacilaciones, cada vez se acercaba y aceptaba su invitación. Esa noche, Idris poseía un resplandor dorado pálido a su alrededor y llevaba luciérnagas como pequeñas estrellas decorándole el cabello, recogido en una larga y espesa trenza. Su vestido, majestuoso, contrastaba contra su tez aceitunada, y caía en cascada sobre las baldosas de mármol del Salón Real. Él permanecía de pie, admirando su infinita belleza, cada centímetro de piel exudando cuánto la había extrañado, cuánto la anhelaba. Entonces ella le sonrió con aquella chispa suya tan característica, entre ingenua y traviesa, y le ofreció la mano. Mikhael, obnubilado, extinguió la distancia entre ellos y se aferró al cuerpo ardiente de su eterno y egoísta amor. Quemaba, pero no le importaba, pues creía haber encontrado allí todo lo que había perdido. De repente, así como así, el suelo se desvaneció y ambos cayeron a un océano oscuro y profundo. Los pulmones de Mikhael se llenaron de agua, su cuerpo comenzó a convulsionar, mientras Idris permanecía aferrada al carcelero, impidiéndole nadar hasta la superficie.

Lo último que vio fue el fulgor volcánico en los ojos de Idris, ese que había conocido un año atrás, y la verdad lo abofeteó mientras perdía el conocimiento: Idris ya no existía. La jovencita divertida y vanidosa que lo había hechizado por completo se había ido. En su lugar, una misteriosa existencia había tomado asiento junto a los demás dioses en Thanrond.

El mensaje de sus sueños era claro: mantenerse empecinado en amar a una diosa lo estaba matando. Pero ¿cómo evitarlo? No había en el mundo una igual a Idris. La seguía viendo en todas partes, al frecuentar los mercados de la ciudad, las callejuelas y tabernas.

Apesadumbrado, se incorporó y comenzó a vestirse. Ese día le tocaba guardia en las mazmorras del castillo a primera hora de la mañana. La única persona capaz de distraerlo un poco era Kalia, pero desde el lunarum pasado su relación se había torcido, sabía, de manera definitiva. Vivir fingiendo ignorar la realidad había sido muy cómodo, pero para Kalia se había vuelto insoportable; y él no podía hacer más que aceptar su decisión y actuar conforme las circunstancias. La vida se le había tornado horrorosamente monótona y los días, largos y aburridos, parecían nunca acabar. Permanecía en las mazmorras, respondiendo los interminables interrogatorios del jurista, trapeando el suelo, y llevando y trayendo platos de comida. Cada vez que oía la puerta chirriar y pasos apresurados descendiendo por las escaleras Mikhael alzaba la cabeza, esperando que se trate de Kalia. En vano.

Desde que Kalia le sostuvo la mirada y le confesó sus sentimientos con una claridad aterradora, no había vuelto a verla o saber de ella. De forma disimulada había intentado hablar con sus compañeros al respecto, pero nadie sabía nada.

—¿Kalia Seaborne? ¿Tu amiguita de faldas esponjosas? —le había dicho Lyke, golpeándole el hombro—. No tengo idea, ni de ella ni de ningún noble pomposo. Ya sabes que sólo nos dirigen la palabra cuando necesitan que nos encarguemos de algo sucio.

Mikhael simplemente asintió y siguió trabajando, mientras se mordía la mejilla interna con rabia. Kalia no era así, ella era diferente. Ella bajaba a esas mazmorras húmedas y asquerosas para jugar a las cartas y llevarle una taza de té. Ella se reía siempre de sus bromas tontas, entonces él las seguía haciendo sin falta; porque arrancarle risas le daba felicidad y tranquilidad. Y si ambos andaban muy atareados y de casualidad se cruzaban en algún pasillo, Kalia siempre, siempre le sonreía y lo saludaba con la mano. Aunque lo viera a treinta metros de distancia.

Kalia era hermosa, y él sentía una inevitable debilidad por las mujeres hermosas; pero existía un límite que jamás debería haber cruzado con su tierna amiga de la infancia. Ahora, gracias a eso, gracias a él, Kalia sufría y ya no reía con sus bromas tontas. Ni siquiera contaba con la posibilidad de hacerlas, porque su relación se había quebrado y no había vuelta atrás. Lo supo desde que Kalia recogió su taza de té, se fue caminando y él no la detuvo. Lo supo desde que, al llegar al castillo esa mañana, vio un anuncio colocado junto a la puerta del Salón Real, que invitaba a todos los miembros de la Corte a reunirse durante el mediodía para celebrar una maravillosa noticia. Curioso, le preguntó a Lyke si sabía algo.




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