Lo que callaron los juglares

06. Jamás estaría junto a él

1° Semilunio, Año 509 d.R.

A diferencia de muchos grandes Señores, Raegel Cynbrand pasaba gran cantidad de tiempo en casa. La mayoría de la nobleza dedicada a gobernar las comarcas de Thaulor integraba la Corte del Rey, en Vaardar, considerando la vida rural aburrida y monótona. Pero el Conde de Everspring mantenía una opinión diferente. Kalia lo descubriría con el pasar del tiempo, contradiciendo sus prenociones acerca de su esposo. Su vida como Condesa la había sorprendido: no era tranquila y solitaria como había esperado. Raegel parecía saber leerla; tardó pocos lunarum en advertir su disgusto y cuán lejos yacía su corazón. Una mañana de primavera, despertó a su esposa con gran entusiasmo y le anunció las grandes noticias.

—Oh, querida, te divertirás en grande —había dicho mientras desayunaban—. Supe de tu madre sobre tu afición por escapar y cotillear con granjeros y taberneros, lo cual me lleva a preguntarme qué haces aquí, encerrada, desde hace tanto tiempo. ¡Vamos, acaba tu té! En una hora saldremos al pueblo. Hoy comienza el Festival del Crespiello, es un evento importante en Everspring y sus regentes deben estar ahí. ¡Andando, andando!

Kalia aún sentía el peso de la angustia mermando sus ánimos, aunque agradeció profundamente las intenciones de Raegel. Las visitas al pueblo y la alegría de la gente, poco a poco, derritieron el hielo en su corazón. El Festival del Crespiello era un evento anual tradicional de la comarca, celebrado a mediados de primavera. Daba inicio con la cosecha del crespiello para el año siguiente y su molienda tan característica. Luego, se lo dejaba en barricas de roble y se llevaba a cabo una gran fiesta de dos lunas donde se bebía el vino fermentado del año anterior. Era una ocasión donde campesinado y nobleza se mezclaban y volvían uno, riendo, bailando y celebrando todos juntos. Kalia adoraba, por sobre todas las cosas, esa clase de eventos. El festival le recordaba al Día de Macsy, el agasajo anual que se realizaba en el castillo para los lacayos y empleados. Muchos nobles preferían ausentarse con excusas prefabricadas, pero ella jamás se había perdido una. Después de todo, tal cual sus aficiones, tenía la oportunidad ideal de charlar con muchísimos granjeros, cocineros, criadas y cocheros. También carceleros.

Kalia se sorprendió del diligente gobierno de su esposo, pese a su juventud. Su padre había fallecido hacía tres años solamente, y era un muchacho apenas mayor que ella. El pueblo, sin embargo, parecía tenerle mucho aprecio. Lo que comenzó siendo la contemplación de una pintura, hermosa y cálida, pero ajena en fin, se convirtió lentamente en la realidad de Kalia. Corrían tiempos de paz y prosperidad para la Alianza, y la gente en Everspring, pese a las dificultades y contratiempos, era feliz. La joven lo notaba en el pueblo, en los lacayos, cocineros y cocheros de la casona.

Su pecho, sin embargo, aún dolía por las noches. Tal y como su padre había pronosticado, existían veladas donde Kalia se sentaba junto a la ventana y, contemplando la luna, se permitía empaparse de recuerdos y nostalgia. Allí, entre soledad y resplandor plateado, su sonrisa se bañaba de lágrimas silenciosas. ¿Cómo era posible ser tan feliz y tan miserable al mismo tiempo?

La tercera luna de festival, por la noche, le resultaba imposible conciliar el sueño. El plenilunio se acercaba y la luz plateada bañaba sutil y pálida su rostro. Resignándose, se incorporó con cuidado de no despertar a Raegel y caminó hasta el ventanal. Los recuerdos la abrumaban. Acariciando su incipiente vientre, apoyó la frente contra el cristal y suspiró. Las cigarras cantaban, las briznas de hierba danzaban al compás de la brisa nocturna. Cerró los ojos y oyó el silbido de los árboles, rememorando aquella mañana, también de primavera, cuando ella tenía quince años y Mikhael, diecisiete. Estaban en las mazmorras, como de costumbre, jugando una partida de galatafi. Tres lunas antes, Kalia había pillado al carcelero besándose con la hija del panadero en los pasillos Norte del castillo. Conociendo al padre de la chica, sabía cuán delicada se tornaría la situación si los descubría, de modo que decidió advertirle a su amigo. Pero Mikhael, en vez de tomarla en serio, se rió y argumentó sinsentidos sobre cuán bajo control tenía la situación a juzgar por su experiencia. Kalia, muy molesta por su actitud, lo regañó.

—¿Victorias? ¿En serio te atreves a llamarles victorias?

—¿Por qué no? —replicó Mikhael, socarrón—. ¿Cómo las llamarías tú?

—Pues —titubeó Kalia, arrojando los ojos en todas direcciones—, no lo sé.

Mikhael sonrió, crispando aún más los nervios de la muchacha.

—¿Conquistas? —prosiguió la joven—. ¿Amoríos? No lo sé, incluso «noche de pasión furtiva y desesperada» si quieres que suene literario y romántico. Pero no victorias. No son trofeos, Mik, no ganaste ninguna justa. 




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