Lo que callaron los juglares

Epílogo

2° Semilunio, Año 524 d.R.

Kalia descendió del carruaje, con cuidado de mantener una mano sobre su ya crecido vientre. Las piernas le dolían y tenía los pies hinchados dentro de los zapatos. No veía el momento de llegar a sus aposentos y descansar un par de horas. Un cochero la ayudó en su tarea, y al llegar a los bloques de piedra le sonrió en agradecimiento. Su esposo, Raegel, le ofreció su brazo, del cual ella se sostuvo para emprender el camino hacia el interior del castillo. Una comitiva aguardaba por ellos a lo largo del pasillo, con el Rey Haldor junto a la Reina al finalizar.

—Kalia, querida —murmuró, cariñoso, recibiéndola con una agradable y apasible sonrisa tras la reverencia—. Lord Raegel. Sean bienvenidos a la Corte.

—Es nuestro honor, Rey Haldor —pronunció Raegel, solemne.

—Es tan agradable volver a tenerlos de visita, luego de tantos años. Aunque, bueno, las circunstancias no sean las ideales.

El Rey Haldor miró a Kalia, compasivo, quien le regaló una triste y madura sonrisa en respuesta.

—Existen dos cosas inevitables, Su Majestad: el tiempo y la muerte. En tanto más lo aceptemos, mejor transcurrirán nuestros días de vida.     

El regente asintió con la cabeza, solemne; en sus ojos y silencio se reflejaban una enorme admiración y comprensión. Habían transcurrido incontables años desde que la jovencita a la cual vio crecer se marchó de la Corte. Ahora era toda una mujer, su expresión se había vuelto más adusta y ligeras arrugas comenzaban a adornarle el rostro. Él, por su parte, ya era un anciano de cabellos blancos transitando los últimos años de su reinado.

Luego de la bienvenida la comitiva se disolvió, y Kalia junto a su esposo pudieron acomodarse y lavarse en sus aposentos.

—Querida, ¿no prefieres descansar unos momentos? —preguntó Raegel, advirtiendo que su esposa comenzaba a vestirse con ayuda de sus doncellas.

—No, está bien. Necesito hacer esto primero.

Raegel asintió, comprensivo.

—Iré contigo, entonces.

Kalia se condujo por los pasillos con pies de plomo. Sentía el cuerpo exhausto y la angustia reptaba por su pecho y garganta a cada paso que daba. Pensó que un lunarum y medio sería tiempo suficiente para amainar su ansiedad y poner en orden el caos de emociones instalado en su cuerpo; y si lo había logrado, todo se vino a pique al detenerse frente a la vistosa puerta de doble hoja que conocía a la perfección.     

Era una mañana templada y apacible cuando un jinete ingresó al jardín de la casona. Kalia lo vio llegar por la ventana de su recámara, advirtiendo el blasón azul marino y borgoña decorando el lomo de su caballo y el jubón que llevaba puesto. Lo supo de inmediato: traía noticias del castillo. Un presentimiento la sacudió. Con una creciente sensación desagradable instalándose en su pecho, Kalia descendió las escaleras y salió al patio para recibir al jinete. Mientras los lacayos lo asistían y se encargaban del caballo, ella permaneció de pie con la carta entre sus manos.

Unos minutos después, Raegel salió de la casona y encontró a su esposa de espaldas a él, ligeramente encorvada.

—Cariño —murmuró, colocando una mano sobre su espalda—, ¿qué sucede?

Kalia alzó los ojos humedecidos hacia su marido y le extendió la carta.

—Es mi madre —respondió, con la voz ahogada y resquebrajada—. Ha enfermado gravemente.

Las preparaciones del viaje se realizaron con la mayor urgencia posible. Al comienzo, Kalia había querido viajar con una pequeña comitiva en miras de llegar lo más rápido posible; pero Raegel insistió en acompañarla, él y los niños, pues sería un momento difícil y quería estar ahí para ella. De modo que, tras casi dos lunarum de extenuante viaje, por fin arribaron a Vaardar.

Ahora se encontraba allí, de pie frente a la puerta de roble, sintiéndose tan débil y pequeña. Tomó aire, se armó de valor, y empujó las hojas frente a ella. Sus ojos recorrieron la estancia antes de poner un pie dentro. A la derecha, rodeada por doncellas y debajo de un enorme edredón color hueso, vio a su madre. Hacía dieciséis lunarum que no la veía, pero en el último tiempo la enfermedad había causado estragos en su aspecto físico. Kalia caminó y se situó junto a ella, sentándose al pie de cama. Dormía, y ella lo agradeció, porque no le habría gustado mostrarle algo que no fuera una sonrisa, y en esos momentos se esforzaba horriblemente por contener las lágrimas. Su cabello, quebradizo y opaco, coronaba un rostro amarillento y delgado. Llevaba ojeras casi violáceas bajo los ojos y los pómulos resaltaban como montes. Respiraba débil a través de sus labios secos y resquebrajados. Kalia tragó grueso, apretando la mano fría y arrugada de su madre.




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