La primera vez que dije “estoy bien” esa mañana, todavía me quedaba café caliente en la taza y una mínima fe en la mentira.
La segunda vez, ya no sabía si lo decía para tranquilizar al mundo o para convencerme a mí.
La tercera vez fue automática, como una contraseña social: breve, eficaz, indolora para los demás. Letal para mí.
—¿Todo bien? —preguntó Clara desde el otro lado de la mesa, sin levantar la vista del celular.
—Sí —respondí—. Todo bien.
Lo dije sonriendo. Siempre sonrío cuando miento. Es un talento inútil que perfeccioné con los años.
Clara asintió, satisfecha, y siguió deslizando el dedo por la pantalla como si mi vida fuera un trámite resuelto. No la culpo. Yo misma había entrenado al mundo para creerme. Para no insistir. Para no preguntar de más.
El problema de fingir que una está bien es que, cuando finalmente no lo está, nadie sabe qué hacer con eso.
Ni siquiera una misma.
El departamento olía a tostadas quemadas y a una conversación que no habíamos tenido. Vivíamos allí desde hacía dos años, pero había mañanas —como esa— en las que el lugar parecía alquilado por dos personas que se evitaban con educación.
Él todavía no había salido del dormitorio.
Ese detalle era importante.
O al menos, para mí lo era.
Mientras untaba manteca sobre una tostada ya condenada, conté mentalmente los pasos desde la cama hasta la cocina. Diecisiete. Los sabía de memoria. Los había recorrido mil veces con los ojos cerrados, medio dormida, segura de que al final del trayecto había un beso, un buen día, una broma tonta.
Últimamente, el recorrido terminaba en silencio.
No un silencio dramático, no. No había gritos, ni puertas cerradas, ni reproches lanzados como platos. Era un silencio prolijo, educado, casi elegante. El tipo de silencio que no deja marcas visibles, pero que te va encogiendo por dentro, como una prenda mal lavada.
Miré el reloj.
Tarde.
Siempre tarde para algo que no sabía nombrar.
Cuando finalmente apareció en la cocina, ya había decidido no decir nada. Otra vez.
—Buen día —dijo él, con esa voz que todavía me hacía algo raro en el pecho, aunque yo fingiera que no.
—Buen día —respondí.
Sonreí. Él también. Dos sonrisas correctas, bien alineadas, sin tocarse.
Se sirvió café. Negro. Sin azúcar. Como siempre. Me pregunté en qué momento había dejado de saber si le gustaba así o si simplemente se había acostumbrado.
—¿Dormiste bien? —preguntó.
Esa pregunta era una trampa.
—Sí —dije.
Mentí con una naturalidad que habría sido admirable en otro contexto.
No dormí bien. Dormí poco, dormí mal, dormí con la sensación de que algo importante estaba a punto de romperse y que, de algún modo, iba a ser culpa mía por no haber dicho nada a tiempo.
Pero ¿cómo se dice algo cuando no sabés exactamente qué?
Él asintió. Otra vez satisfecho. Otra vez aliviado.
Y ahí estaba el problema.
Salí del departamento con la sensación de haber olvidado algo esencial. Como cuando bajás las escaleras y, de repente, no sabés si cerraste la puerta o si dejaste el gas abierto. Esa inquietud que no se calma aunque vuelvas a subir y revises todo.
Había algo abierto.
Y no era una llave.
El día estaba absurdamente lindo. De esos días que parecen burlarse de tus crisis internas con cielo despejado y una luz amable que invita a vivir. Caminé unas cuadras antes de tomar el colectivo, intentando acompasar mi respiración con el ritmo de la ciudad.
Buenos Aires tenía esa habilidad particular para seguir funcionando aunque una se sintiera al borde de algo. La gente caminaba rápido, discutía por teléfono, reía, se besaba en las esquinas. Nadie parecía estar fingiendo.
Yo sí.
En el vidrio del colectivo me devolvió la mirada una versión mía que conocía bien: pelo recogido de cualquier manera, labios apenas pintados, ojeras disimuladas con corrector. Una mujer que parecía tener todo bajo control.
Si alguien me miraba desde afuera, pensaría que era feliz.
Ese pensamiento me hizo gracia.
Una risa breve, irónica, que se me escapó sola.
Una chica sentada frente a mí levantó la vista, intrigada.
—Perdón —murmuré.
Ella sonrió, amable, y volvió a lo suyo. Nadie quería saber de verdad.
En la oficina, el aire acondicionado estaba demasiado fuerte y las conversaciones demasiado superficiales. Me senté en mi escritorio, abrí la computadora y fingí productividad con la misma destreza con la que fingía bienestar.
—¿Cómo estás hoy? —preguntó Martín, apoyándose en el borde de mi escritorio.
Martín siempre preguntaba. No por interés genuino, sino porque era educado. Y porque la respuesta nunca lo incomodaba.
—Bien —dije—. ¿Vos?
—Cansado —respondió—. Pero bien.
Nos reímos. Un intercambio perfecto. Inofensivo.
Cuando se fue, me quedé mirando la pantalla sin ver nada. El cursor parpadeaba como si esperara que yo escribiera algo importante. Algo verdadero.
No lo hice.
Pensé en todas las conversaciones que había evitado en los últimos meses. En las frases que había ensayado mentalmente y nunca pronunciado. En las veces que había elegido el humor, el silencio o el no pasa nada como estrategias de supervivencia emocional.
Pensé, sobre todo, en lo cansada que estaba.
No de amar.
Sino de desaparecer un poco cada día para que todo siguiera funcionando.
El mensaje llegó a las 11:43.
¿Almorzamos juntos hoy?
Lo leí tres veces. No porque fuera ambiguo, sino porque no sabía qué versión de mí iba a responder.
La que siempre decía que sí.
La que fingía que no necesitaba más.
O la que empezaba a sospechar que callar también era una forma de mentir.
Dale, escribí al final.
Siempre dale.
Nunca hablemos.
Nunca necesito decirte algo.
Nunca esto me duele.
Guardé el celular boca abajo, como si así pudiera evitar mis propios pensamientos.
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Editado: 30.12.2025