Lo que callas también hiere

CAPÍTULO 2 Cuando el silencio se volvió una tercera persona

El restaurante tenía mesas demasiado pequeñas para conversaciones importantes.

Lo supe apenas nos sentamos.

Era uno de esos lugares modernos que prometen intimidad con luces bajas y música suave, pero que en realidad están diseñados para que nadie se quede demasiado tiempo. Mesas juntas, sillas incómodas, platos pequeños con nombres largos. Perfecto para almuerzos rápidos. Pésimo para decir cosas que te tiemblan en la boca.

Él llegó cinco minutos tarde.

No era grave. Nunca lo era. Pero yo ya estaba allí, observando cómo una pareja de la mesa de al lado discutía en susurros, con esa intensidad que solo tienen las discusiones importantes. Pensé que se veían vivos.

—Perdón —dijo él, inclinándose para besarme la mejilla—. Se me hizo eterno el llamado.

—No pasa nada —respondí.

Otra vez.

Nos sentamos frente a frente. Sonreímos. Pedimos lo de siempre. Éramos una pareja entrenada. Sabíamos qué decir, cuándo reírnos, cómo parecer bien.

El problema era lo que no hacíamos.

—¿Cómo va todo? —preguntó, mientras rompía un pedazo de pan con demasiada concentración.

—Bien —dije—. Normal.

Normal era una palabra peligrosa. Sonaba estable, segura, tranquila. Pero también era una forma elegante de no profundizar.

—Me alegro —respondió—. Te noto más… tranquila.

La palabra cayó entre nosotros como una moneda falsa.

Tranquila.

Quise decirle que no. Que no estaba tranquila. Que estaba cansada, confundida, con una sensación constante de estar llegando tarde a una conversación que ya debería haber ocurrido. Pero asentí.

—Sí —dije—. Supongo.

Supongo.

Otra forma de desaparecer.

El mozo llegó con los platos, interrumpiendo cualquier posibilidad de verdad. Agradecí la interrupción con una sonrisa. Él también.

Comimos en silencio unos segundos, un silencio cómodo para él, espeso para mí.

Ahí fue cuando lo sentí.

No el enojo.

No la tristeza.

Algo peor.

La costumbre.

Había un tercer elemento sentado entre nosotros.

No lo veías, pero ocupaba espacio. Se deslizaba en cada pausa, en cada frase inconclusa, en cada mirada que se desviaba hacia el plato. El silencio no era ausencia: era presencia. Una presencia incómoda, invasiva, perfectamente instalada.

—¿Te pasa algo? —preguntó de pronto.

La pregunta me tomó por sorpresa. No por inesperada, sino por tardía.

Lo miré. De verdad. Como si intentara reconocerlo.

—No —respondí demasiado rápido—. ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Nada. Te noto rara.

Rara.

No triste.

No distante.

No dolida.

Rara.

—Estoy bien —dije, y me odié un poco por eso.

Él asintió, aliviado.

Y ese alivio me dolió más de lo que habría dolido una discusión.

Mientras hablaba de su trabajo, yo pensaba en todas las versiones posibles de esa conversación. En las frases que podrían haber cambiado algo. En los universos paralelos donde yo decía lo que sentía y las consecuencias —buenas o malas— eran reales.

En este universo, yo sonreía y hacía preguntas correctas.

—¿Y vos? —dije—. ¿Cómo estás?

Él habló. Mucho. Con entusiasmo. Con esa pasión que siempre me había enamorado. Lo escuché. De verdad. Pero también lo observé desde afuera, como si ya no fuera parte del centro de la escena.

Me di cuenta de algo incómodo: él no sabía que algo andaba mal porque yo nunca se lo había mostrado.

Y, sin embargo, una parte de mí esperaba que lo supiera igual.

Qué injusta puede ser una cuando tiene miedo.

—Podríamos irnos de viaje el mes que viene —dijo de pronto—. Desconectar un poco.

Viajar.

Siempre viajar.

Como si cambiar de paisaje resolviera conversaciones pendientes.

—Puede ser —respondí.

Puede ser.

Otra frase tibia. Otra puerta entreabierta que no llevaba a ningún lado.

—Lo hablamos después —agregó—. ¿Sí?

Asentí.

Después.

Esa palabra era una promesa cómoda. Nadie sabía cuándo llegaba, pero siempre parecía suficiente.

Cuando nos despedimos, el beso fue correcto. Ni corto ni largo. Ni urgente ni distante. Perfectamente adecuado para una pareja que funcionaba en automático.

Caminé de regreso a la oficina con una sensación nueva, incómoda, persistente.

No estaba enojada.

No estaba triste.

Estaba sola.

Y lo más inquietante era que él estaba ahí.

Esa tarde, frente a la computadora, entendí algo que me había estado negando: el silencio no solo tapa conflictos. También los agranda. Les da forma. Los vuelve parte del paisaje.

Callar no nos estaba protegiendo.

Nos estaba separando con delicadeza.

Y por primera vez, pensé que tal vez el problema no era que él no preguntara lo suficiente.

Tal vez el problema era que yo llevaba demasiado tiempo sin hablar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.