Lo que callas también hiere

CAPÍTULO 3 Una risa incómoda puede esconder una despedida

Me reí en el momento equivocado.

No fue una carcajada ni nada memorable. Fue una risa breve, nerviosa, casi educada. De esas que salen solas cuando una no sabe qué hacer con lo que acaba de escuchar.

—¿Te parece gracioso? —preguntó mi hermana, con la ceja apenas levantada.

Negué rápido.

—No, no. Perdón. Es que… nada.

Nada.

Siempre nada.

Estábamos sentadas en una confitería antigua, de esas que sobreviven a las modas como si el tiempo les pasara por encima con cierta resignación. Las tazas eran pesadas, el mozo parecía llevar décadas en el mismo recorrido y el azúcar venía en sobres que prometían felicidad con tipografía cursiva.

—Vos no estás bien —dijo ella, sin rodeos—. Y dejá de sonreír así, que no engañás a nadie.

Ahí estaba.

La frase que yo evitaba.

Mi hermana nunca fue sutil. Y, por primera vez en días, agradecí esa falta de delicadeza.

—Estoy cansada —respondí—. Nada más.

—Eso no explica esa risa.

Bajé la mirada hacia el café. Ya estaba frío. Todo lo importante parecía enfriarse rápido últimamente.

Mi hermana me conocía desde siempre. Desde antes de que yo aprendiera a callar para no incomodar. Desde antes de que confundiera armonía con silencio.

—¿Desde cuándo fingís tanto? —preguntó, revolviendo su taza con una cucharita que sonaba demasiado fuerte.

Desde cuándo.

La pregunta me dejó suspendida unos segundos.

—No finjo —dije—. Solo… no quiero armar un problema donde no lo hay.

Ella suspiró.

—Eso decís siempre antes de armarte uno adentro.

No pude evitar sonreír. Esta vez de verdad.

—¿Tan obvia soy?

—Cuando querés —respondió—. ¿Te hace feliz?

La pregunta cayó pesada. Sin humor. Sin rodeos.

Feliz.

Pensé en él. En nosotros. En la casa, el café compartido, los planes tibios. Pensé en la tranquilidad, en la costumbre, en la ausencia de peleas.

Pensé en mí.

—No lo sé —dije al final.

Decir no lo sé fue como aflojar un botón demasiado apretado.

Mi celular vibró sobre la mesa.

¿A qué hora volvés hoy?

Lo miré sin responder.

—¿Él? —preguntó mi hermana.

Asentí.

—¿Y?

—Nada. Quiere saber.

—Siempre quiere saber —dijo ella—. Lo que no quiere es escuchar.

La defendí automáticamente. A él. A nosotros.

—No es así.

—¿Entonces cómo es?

No supe qué decir.

Y en ese silencio breve, incómodo, entendí algo doloroso: llevaba tanto tiempo justificándolo que ya no sabía dónde terminaba él y empezaba mi miedo.

—¿Sabés qué es lo peor? —continuó ella—. Que vos no estás pidiendo nada imposible. Estás pidiendo ser escuchada.

—No lo digo —admití.

—Pero lo esperás.

Asentí, derrotada.

—Eso no es justo —concluyó—. Ni para él, ni para vos.

La frase se me quedó dando vueltas en la cabeza.

No era justo.

No era justo esperar que él adivinara.

No era justo seguir callando y resentirme después.

No era justo desaparecer de a poco y llamarlo amor.

Caminé de regreso a casa más liviana y más inquieta. Como si alguien hubiera corrido una cortina interna y ahora entrara demasiada luz.

Cuando abrí la puerta, él estaba en la cocina.

—Hola —dijo—. ¿Todo bien?

La pregunta volvió a estar ahí. Familiar. Peligrosa.

Lo miré. De verdad. Recordé mi risa incómoda. La conversación. El café frío.

—Después hablamos —dije.

No fue una declaración. No fue un reclamo.

Pero fue distinto.

Él me miró sorprendido.

—¿Pasa algo?

Respiré hondo.

—No ahora.

No era una huida.

Era una promesa.

Y por primera vez, no me sonó vacía.

Esa noche, acostada a su lado, entendí que las despedidas no siempre empiezan con una puerta cerrándose. A veces empiezan con una risa fuera de lugar. Con una frase a medias. Con el momento exacto en que una deja de fingir que todo está bien.

No sabía qué iba a pasar.

Pero sabía algo nuevo, incómodo y necesario:

Callar ya no era una opción.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.