La promesa se me escapó sin pedir permiso.
—Sí, claro. Lo vemos el fin de semana.
Lo dije rápido, como quien apaga una alarma antes de que despierte a todo el edificio. Ni siquiera estaba segura de qué había aceptado exactamente, pero asentí igual, con una sonrisa que ya no me pertenecía.
Él pareció aliviado.
Siempre parecía aliviado cuando yo cedía.
—Genial —dijo—. Entonces organizo todo.
Ahí estuvo el problema.
Porque yo no quería organizar nada. Quería hablar. Pero hablar implicaba arriesgar. Y arriesgar, hasta ese momento, me había parecido demasiado costoso.
El fin de semana llegó con puntualidad cruel.
Desperté el sábado con la sensación de haber firmado un contrato sin leer la letra chica. El sol entraba por la ventana, él ya estaba despierto, entusiasmado, hablándome de horarios, planes, gente.
Gente.
—¿Te acordás de Sofía y Martín? —preguntó—. Los del viaje pasado.
Asentí, aunque lo único que recordaba era haber sonreído mucho y haber vuelto cansada.
—Van a venir —agregó—. Va a estar bueno.
Va a estar bueno era otra de esas frases comodín. Servía para todo. Para justificar. Para evitar.
—Sí —dije—. Seguro.
Me levanté de la cama con una energía que no sentía. No era entusiasmo. Era nervios.
El viaje en auto fue una coreografía conocida. Música compartida, comentarios sueltos, silencios cómodos para él, incómodos para mí. Yo miraba por la ventana, intentando no pensar en lo que venía postergando.
—Estás callada —dijo en un momento.
—Estoy pensando —respondí.
No era mentira. Solo incompleta.
—¿En qué?
La pregunta flotó entre nosotros unos segundos. El auto avanzaba. La ruta también.
—En nada importante —dije.
Mentí otra vez.
La casa era linda. Demasiado linda como para discusiones. Madera clara, ventanales enormes, una vista que invitaba a respirar profundo y fingir bienestar.
—¡Llegaron! —gritó Sofía, abrazándome con entusiasmo.
Sonreí. Abracé. Reí. Me acomodé en el rol que conocía de memoria: la pareja armónica, la mujer tranquila, la que no hace olas.
Durante el almuerzo, las conversaciones giraron alrededor de anécdotas viejas, bromas internas, planes futuros. Yo asentía, aportaba lo justo, reía cuando correspondía.
—Ustedes están re bien —dijo Sofía en un momento—. Se nota.
Sentí algo parecido a una puntada.
—Sí —respondí—. Muy bien.
La mentira se volvió más pesada.
Más tarde, mientras los demás dormían la siesta, me quedé sola en la galería. El silencio ahí era distinto. No imponía. Permitía.
Pensé en la promesa que había hecho solo para no discutir. En todas las veces que había elegido el camino más corto, el menos conflictivo, el aparentemente maduro.
Pensé en lo cansada que estaba de ser razonable.
Él salió con dos vasos en la mano.
—Te traje agua —dijo—. Estás muy pensativa últimamente.
Lo miré. Lo vi sincero. Preocupado, incluso.
—¿Nunca te preguntaste por qué? —dije, sin dureza.
Frunció el ceño.
—¿Por qué qué?
—Por qué estoy tan callada.
El silencio entre nosotros cambió de textura.
—Pensé que eras así —respondió—. Más tranquila.
Tranquila.
Otra vez esa palabra.
—No —dije despacio—. Soy cuidadosa.
Él me miró, confundido.
—¿Con qué?
Respiré hondo. Sentí el vértigo de estar al borde de algo.
—Con no arruinar nada.
La frase quedó suspendida.
Esa noche, mientras todos reían en el living, yo me di cuenta de algo esencial: no había hecho esa promesa por amor. La había hecho por miedo. Miedo a discutir. Miedo a incomodar. Miedo a descubrir que, tal vez, lo que se sostenía con silencio no era tan sólido como parecía.
Me reí. Brindé. Fui amable.
Pero algo dentro de mí ya no estaba de vacaciones.
Y sabía que, cuando volviéramos, esa conversación iba a llegar.
Quisiera o no.
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Editado: 30.12.2025