El ascensor se detuvo entre pisos.
No fue un accidente dramático ni una falla peligrosa. Fue apenas un tirón seco, una luz que parpadeó y ese silencio eléctrico que anuncia que algo no salió como estaba previsto.
—Genial —murmuró él.
Yo pensé que el universo tenía un sentido del humor cruel.
Quedamos mirándonos, con las bolsas del supermercado colgando de los brazos y una semana de silencios acumulados presionando el aire.
—Ya va a arrancar —dijo, apretando el botón como si eso pudiera apurar las cosas.
No arrancó.
El espacio era reducido, demasiado cercano. El tipo de cercanía que no admite distracciones. El espejo nos devolvía dos versiones prolijas de una pareja que ya no encajaba del todo.
—¿Estás nerviosa? —preguntó.
—No —respondí—. ¿Vos?
—Un poco.
Me sorprendió su honestidad.
—¿Por el ascensor?
Dudó.
—Por… todo.
Ahí estaba.
La grieta.
El ascensor seguía inmóvil. El silencio ya no era cómodo. Era expectante.
—Yo también —dije.
Fue la primera verdad sin rodeos en días.
—No sé en qué momento empezamos a evitar tanto las cosas —continuó—. Antes hablábamos más.
Asentí, sintiendo un nudo en la garganta.
—Antes yo decía más —respondí—. Vos escuchabas más.
No lo dije como reproche. Lo dije como constatación.
Él suspiró.
—Pensé que estabas bien.
—Eso fue porque te lo dije —contesté—. Muchas veces.
Nos miramos. El espejo ya no mentía.
El ascensor hizo un ruido metálico que nos sobresaltó, pero volvió a quedarse quieto. Como si también quisiera escuchar.
—¿Por qué no me dijiste nada antes? —preguntó.
La pregunta era justa. Incómoda. Necesaria.
—Porque no quería pelear —admití—. Porque no quería ser la complicada. Porque pensé que callar era maduro.
—¿Y ahora?
Sonreí sin humor.
—Ahora estoy cansada.
Él apoyó la espalda contra la pared.
—Yo no sabía que te estaba perdiendo así.
La frase me golpeó más fuerte de lo que esperaba.
—Yo tampoco —dije.
Hablamos ahí, entre pisos, sin épica, sin grandes declaraciones. Hablamos de pequeñas cosas: interrupciones, frases que dolieron sin intención, planes que se volvieron rutina. Hablamos torpemente. A medias. Pero hablamos.
—No quiero que te vayas —dijo en un momento.
No era una súplica. Era un miedo.
—Yo tampoco quiero irme —respondí—. Quiero quedarme sin desaparecer.
El ascensor volvió a vibrar. Esta vez, siguió su camino.
Cuando llegamos a nuestro piso, las puertas se abrieron como si nada hubiera pasado. El pasillo estaba vacío, neutro, ajeno a lo que acabábamos de decir.
Caminamos en silencio hasta el departamento.
—Después seguimos hablando —dijo él.
Después.
La palabra volvió a aparecer. Pero esta vez no sonó vacía. Sonó posible.
Esa noche no hubo grandes conclusiones ni reconciliaciones cinematográficas. Hubo cansancio. Hubo una cena simple. Hubo dos personas intentando rearmarse con cuidado.
Mientras me acostaba, pensé en las palabras que no había dicho en el ascensor durante tanto tiempo. Pensé en lo cerca que había estado de seguir callando.
Y entendí algo esencial:
A veces, no decir algo no evita el daño.
Solo lo posterga.
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Editado: 30.12.2025