Lo conocí en un momento en el que no esperaba nada de nadie. La soledad me había enseñado a protegerme, a fingir que no necesitaba a nadie para seguir adelante. Y, sin embargo, cuando él apareció, algo dentro de mí se quebró en silencio. No fue un flechazo, no fue una escena de película. Fue más bien esa sensación extraña de que alguien te mira como si realmente pudiera verte, como si lograra atravesar todo lo que escondías.
Al principio, lo acepté porque en él encontré compañía, un lugar donde dejar descansar mis pensamientos. Pero poco a poco esa compañía se volvió necesidad. Y la necesidad, amor.
Un amor de esos que crecen rápido, que se enredan en cada gesto, en cada risa compartida, en cada madrugada hablando de nada y de todo.
Él sabía cómo derribar mis defensas. Me hacía sentir ligera, como una niña que vuelve a confiar después de haber dejado de hacerlo por demasiado tiempo. Con él, cada detalle parecía nuevo: una caminata bajo la lluvia, un mensaje inesperado, el simple hecho de escuchar mi nombre en su voz.
Éramos dos desconocidos que, sin darse cuenta, se volvieron imprescindibles. Y la intensidad con la que nos amábamos asustaba, pero también era adictiva. Porque cuando estábamos juntos, el mundo parecía detenerse.
El tiempo no pesaba.
El dolor no existía.
Solo nosotros.