Lo que dejamos al rompernos

Capítulo 11

Adriel

Pensé que después de aquel primer encuentro en el café la olvidaría rápido. Al fin y al cabo, conozco a muchas personas, hablo con todos, y siempre hay alguien nuevo que roba mi atención por unas horas. Pero con ella fue distinto. Esa mirada suya se me quedó grabada como un reto que no entendía del todo.

El resto de la tarde no pude dejar de pensar en la chica del libro. En cómo se había puesto a la defensiva, como si cada palabra mía hubiera sido una amenaza. Y aun así, habló. No mucho, pero lo suficiente para darme cuenta de que no era de las que se rinden con respuestas fáciles. Eso me intrigaba más que cualquier sonrisa.

Esa noche, mientras mis amigos me llenaban de mensajes sobre la fiesta del próximo fin de semana, yo no hacía más que recordar su voz baja diciendo: “De alguien que se busca a sí mismo. Y que tiene miedo de encontrarse.”
Nadie habla así si no lleva algo pesado dentro.

Al día siguiente, volví al café. Lo admito: esperaba verla ahí, como si el destino fuese a recompensarme por mi curiosidad. Pedí un café, me senté en el mismo lugar, observé la puerta cada vez que sonaba la campanilla… pero no apareció.

Lo intenté otra vez, y otra, hasta que dejé de contar. Quizá eran cuatro o cinco veces en la misma semana. Me sentía ridículo, pero había algo en mí que se negaba a rendirse.
El sexto día estuve a punto de abandonar la idea. “Ya está —me dije—, fue solo una coincidencia. Mejor dejarlo ahí.”

Y justo cuando decidí irme - no sin antes comprar otro de sus panes deliciosos- , la campanilla sonó.

Ahí estaba ella. Con su andar distraído y ese aire de querer pasar desapercibida. Llevaba un libro en la mano, como si fuera un escudo contra el mundo.

Yo estaba en la fila, y finjí estar distraído con mi celular, esperando que ella me viera, cuando levanté la vista y la vi. No pude evitar sonreír.

Me acerqué, fingiendo casualidad.
—Vaya, parece que me sigues.

Ella me devolvió la ironía con naturalidad.
—O quizá eres tú el que me persigue.

Me reí. Esa forma que tenía de girar mis palabras contra mí me encantaba.
—Entonces admites que nos cruzamos demasiado seguido para ser casualidad.

Se sentó en la mesa más apartada, como siempre. Yo pedí café con leche y, sin dudarlo, me instalé frente a ella. Noté la incomodidad en sus hombros tensos, pero no se levantó. Y eso, para mí, fue una señal de que al menos aceptaba mi presencia.

La miré con atención. Sus ojos estaban más llenos que sus labios; hablaban de cosas que ella no decía. Por eso lancé la pregunta.
—¿Lees para distraerte o para sentirte menos sola?

La vi tensarse, como si le hubiera tocado un nervio.
—¿Y por qué asumes que estoy sola?

Me encogí de hombros.
—Porque tus ojos parecen hablar más que tu boca. Y ahora mismo… dicen que cargas demasiado silencio.

No estaba jugando, aunque ella me miró como si quisiera desarmar mi seguridad. Lo que me dijo después me confirmó algo: ella era un misterio con demasiadas capas.

Pasamos más de una hora hablando. De libros, de rutinas nocturnas, de silencios y de esas pequeñas manías que uno no confiesa en la primera cita. Pero lo nuestro no era una cita. O al menos no lo parecía.

Había momentos en los que su risa nerviosa rompía el aire, y otros en los que parecía querer huir de mis preguntas. Y aun así, se quedaba. Eso para mí era suficiente.

Cuando se levantó para irse, no intenté detenerla. Solo la miré y le dije:
—No sé si crees en las casualidades. Yo tampoco. Así que… espero que este no sea nuestro último café.

Ella se encogió de hombros, como si no quisiera darme demasiada importancia.
—Veremos.

La vi marcharse. Y, sin saber bien por qué, me quedé con la certeza de que ella no era alguien a quien pudiera soltar tan fácilmente.




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