Lo que dejamos al rompernos

Capítulo 13

ADRIEL

Diego me palmeó la espalda con una carcajada.
—¡Ya está! Este hombre está ocultando algo. ¡Mírenle la cara!

—¿Qué cara? —intenté mantener la calma, apoyando el vaso sobre la mesa.

—La de un hombre pillado, hermano —intervino Esteban, guiñándome un ojo con descaro—. Esa sonrisa de medio lado no engaña a nadie.

Rodrigo levantó una botella de ron y empezó a servir sin preguntar.
—Propuesta: por cada respuesta evasiva de Adriel, un trago al seco.

—¡Aceptado! —gritaron todos menos yo.

Javier, con su tono tranquilo y directo, soltó lo que todos pensaban pero no sabían decir:
—No me sorprendería que haya una chica… pero no de fiesta. Algo distinto.

Los demás estallaron en carcajadas.
—¡Eso! —Diego alzó el vaso—. ¡El gran Adriel, atrapado por algo más que una sonrisa de discoteca!

Intentaron pasarme otro vaso lleno, pero lo bebí con calma, sin darles el gusto de verme mareado. Estaban empeñados en derribarme, pero yo ya conocía mis límites.

—Hablen, hablen… que igual mañana ni se van a acordar —solté con una media sonrisa.

Marco me miró fijo, con burla.
—Danos una pista, aunque sea. ¿Morena? ¿Rubia? ¿O es que por fin caíste con alguien que te hace pensar en otra cosa más que el rato?

Yo giré el vaso entre mis dedos, despacio.
—Digamos… que esta vez no se trata de fiesta.

El silencio duró un segundo, antes de que estallaran en gritos.

—¡Lo sabía! —Esteban casi se cae del sillón de la risa.
—¡Confirmado, hermano, confirmadísimo! —añadió Rodrigo, chocando vasos.
—Ya fue, brindemos por la mujer misteriosa —dijo Diego, levantando la botella como si se tratara de una ceremonia.

Yo solo sonreí. No necesitaba decir más. Entre el ruido y las bromas, estaba seguro: mañana ninguno recordaría con claridad esa frase. Y si lo hacían, la tomarían como otra de mis salidas enigmáticas.

El aire del parque olía a hojas húmedas y a tierra. La cerveza ya me quedaba lejos; el ruido de las risas de mis amigos era solo un eco que iba apagándose en mi cabeza. Caminaba sin rumbo fijo, como para despejarme, cuando la vi. Amelia.

Estaba sentada en ese banco apartado, con su libreta. Parecía otro cuadro de ella misma: mirada perdida, mundo propio. Por un segundo, pensé en seguir de largo. Todavía tenía el sabor del alcohol en la boca y no quería que mi imagen quedara reducida a la de un tipo que bebe con los amigos y luego se aparece como si nada.

Metí la mano al bolsillo de mi casaca y sentí el envoltorio del chicle. Menos mal. Lo mastiqué rápido, buscando borrar cualquier rastro antes de acercarme. Cuando alcé la vista, seguía igual: concentrada, como si el parque entero desapareciera cuando ella escribía.

No sé qué me empujó, pero mis pies ya estaban caminando hacia ella. Me acomodé la chaqueta, intenté componer la sonrisa para que no pareciera demasiado calculada y dije:

—Vaya, ¿nos volvemos a encontrar?

Sus ojos se abrieron un poco, sorprendidos. Era la misma expresión que tuvo la primera vez en el café, como si mi presencia fuera una interrupción que no esperaba.

—Ah… hola —murmuró, incómoda.

Su voz tenía esa mezcla de distancia y timidez que, lejos de alejarme, me hacía querer quedarme. Me detuve a un par de pasos, sin invadir su espacio.

—Creí que no volvería a verte. ¿Sueles venir mucho por aquí? —pregunté con calma, buscando sonar casual.

Ella respondió con evasiva.
—A veces.

No me va a dar nada fácil. Sonreí para mis adentros.

—Qué suerte la mía entonces. —Incliné la cabeza, jugando un poco—. ¿Vas a seguir huyendo sin decirme tu nombre?

Ella se cruzó de brazos, seria. Era una forma tan evidente de protegerse que me sacó una sonrisa sincera.

—¿Y si prefiero que siga siendo un misterio?

Reí suavemente.
—Entonces me verás aquí preguntando todos los días, hasta que te canses.

Mientras lo decía, su mirada me devolvía algo distinto: desconfianza, sí, pero también curiosidad. Había una firmeza en sus ojos que me inquietaba y me atraía al mismo tiempo.

Al fin cedió.
—Amelia. Me llamo Amelia.

Amelia. Me gustó cómo sonaba. No solo el nombre, sino cómo lo dijo, como si estuviera probándome. Sonreí como quien gana una pequeña batalla.

—Amelia… bonito nombre. Encaja contigo.

Ella me estudió de reojo.
—¿Y tú? ¿O seguirás siendo “el chico de la cafetería”?

—Adriel —respondí con seguridad—. Y ahora ya no somos completos extraños.

Vi cómo se le escapaba una sonrisa pequeña. Ahí está. Me lo apunté mentalmente como un triunfo silencioso.

—Me lo apunto: logro número uno, hacerte sonreír. Logro número dos… conseguir tu número.

—¿Tan rápido? —arqueó una ceja.

—Cuando algo me interesa, no veo por qué esperar —contesté, dejando salir la seriedad que me rondaba de verdad.

Por dentro, temía parecer demasiado frontal, pero no me gustaba jugar a medias. Guardó silencio, dudando, y yo respeté ese espacio.

Hasta que ella sacó un bolígrafo, arrancó una hoja y escribió su número sin mirarme. Me lo entregó.
—Solo porque insististe.

Tomé el papel como si fuera algo importante —porque lo era.
—No te arrepentirás, Amelia.

Rodó los ojos.
—No digas eso. Ni siquiera me conoces.

—Por eso quiero hacerlo. Las personas interesantes no se descubren en un solo vistazo.

Me miró con ese gesto casi desafiante.
—¿Y cómo sabes que soy interesante?

—Porque me miraste en la cafetería como si quisieras descifrarme, aunque fingieras que no. Y las personas que observan así siempre tienen mundos enteros por dentro.

La vi quedarse en silencio, quizá porque le incomodaba que yo lo dijera tan directo.

—¿Siempre hablas tanto con desconocidas? —preguntó, buscando cambiar de tema.

Sonreí.
—No. Solo con las que hacen que quiera olvidar el resto del mundo.




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