—¡El pavo!
—Pavo el que tienes tú —me espetó furioso, pensando que me refería a la edad en la que estaba todo adolescente. Que lo estaba.
—Carlos Albeeerto —llamé al cani con tono de telenovela—, ¡que cojas al puto pavo!
—¡Ya voy yo! ¡Ese hijoputa no se me escapa por...!
—Por quinta vez, Ma, por quinta vez —gruñó Patrick, hasta las narices de vernos correr por la cocina. Se encendió un cigarro y abrió la puerta trasera para echar el humo.
—¡En mi casa no se fuma! —le gritó Kenrick, que aparecía por el pasillo con Pepe en los brazos.
La escena era, cuanto menos, pintoresca. Faltaban dos días para Reyes y habíamos decidido juntarnos Dios y su madre en la casa de Ma y Kenrick. Esa semana, después de pasar juntos los días de Navidad y Nochevieja, se habían marchado Leola, mi familia, los padres de Patrick, los de Anaelia, los de Kenrick y los de Ma. Solo se habían quedado el Pulga y el Linterna, dispuestos a probar el roscón y a ver nuestras carrozas.
Nada más llegar a Murcia de nuevo, los padres de Ma nos habían enviado para la cena un pavo criado de su cosecha. Había llegado en un paquete de MRW 24 horas. Yo había objetado que tenía poca chicha para tantos que éramos, pero Ma me había lanzado una de sus miradas asesinas y yo había optado por cerrar el pico y no liar una gresca. El cani se había quejado de que habíamos comido pavo en Navidad y de que por qué teníamos que comer lo mismo en el día de Reyes. Ma le rebatió con que a caballo regalado no se le mira el diente y le dio a elegir: pavo o un plato de lentejas, que daba buena suerte. Yo pensé que esa tradición era válida para el almuerzo del último día del año, pero me callé de nuevo, porque no estaba el horno para bollos. Al final, ganó la primera opción. Si llegan a ganar las lentejas por culpa del minicolombiano, la cena habría sido su cabeza al limón.
En esos momentos intentábamos acabar con su vida, pero el dichoso animal se nos escapaba de las manos cada vez que intentábamos tirarle del cuello. Avancé con paso decidido hasta el cajón de los cuchillos y cogí el más grande. Me giré con cara de asesina en serie y Patrick abrió los ojos como platos. Ma, por su parte, llevaba una pistola de calambres, regalo de Papá Noel gracias a su padre. Después le decíamos que tenía papitis, pero es que el señor se la ganaba a pulso. Todo eso sabiendo que el pavo venía de camino a nuestra casa y que tendríamos que apañárnoslas para poder cocinarlo.
—Angelines —la potente voz de Patrick se alzó con retintín en medio del caos—, ¿no crees que con el estado tan avanzado de tu embarazo deberías soltar el cuchillo y dejar que otro se encargue?
Lo medité durante unos segundos, pues a mí eso de matar a los animalillos me daba una lástima increíble, aunque no estuviera demostrándolo. No era tan exagerada como Anaelia, que se encontraba al borde del desmayo, pero me daba pena.
—¡Lo mismo lo mata con la barriga! ¡Te pillé, cabrón! —gritó Ma, con un ataque de risa histérica y maquiavélica.
El pavo —obviamente, un ochenta por ciento más listo que nosotros y viendo que su vida peligraba—, extendió sus alas y consiguió escaparse de las zarpas de su verdugo antes de que le propinara un calambrazo. Con ese acto, Cous Cous, el perro del demonio, lo atrapó de una de las alas y las plumas volaron por todo el salón. Ignoré a Patrick y elevé mis manos hacia delante cuando el pavo saltó como un malabarista experimentado y se subió a la cabeza del Pulga, que estaba sentado en el suelo, meditando, o eso aseguraba él, para intentar recuperar al amor de su vida. Estaba convirtiéndose en una réplica de Anaelia. Decía que «Cosas en comunes, many posibilidades», o algo así. Mira que había conocido yo a hombres insistentes, pero lo de este tenía que ser genética o algo.
Y hablando del amor de su vida, Anaelia se encontraba en una esquina de la estancia, con la cabeza enterrada en el hombro de Alejandro, quien le frotaba la espalda como si tuviese una esponjita. Lloriqueaba en su papel de dramática total, hasta que la escuchamos decir:
—Eso es maltrato animal. ¡Después de haber pasado sus últimas horas en un paquete! ¿No os da pena, asesinos?
—Míralo por el lado bueno: ha viajado, ha conocido mundo. Murcia, Vera, Almería... —la «reconfortó» Alejandro con su mejor intención. El muchachote se esforzaba, pero la vena romántica y empática seguía semioculta y muchas veces su buena intención empeoraba las cosas. Era una de esas ocasiones, porque Anaelia levantó un párpado y lo fulminó. Por suerte, su pena era mayor que su rabia y no le respondió.
—Podemos comprar un pollo asado y ya está —lloriqueó, volviendo a la postura acongojada inicial. Como si al pollo que se compraba directamente le hubieran quitado la vida con suspiritos de amor y no con un calambrazo en el pescuezo—. ¡No hay que matar a nadie! Estáis poseídos con ese instinto asesino que no os deja vivir.
—¿Qué dice la zumbada esta? —preguntó Ma al aire—. ¡Pulga, que se te escapa!
El aludido abrió el ojo y el otro lo dejó guiñado, sin despegar los dedos pulgar y corazón, tal y como le habían enseñado los tutoriales de YouTube.
—Yo no poder. Yo meditar para new year. Para conseguir futurros proyectos very good.
Ojeó a Anaelia de soslayo y con cara lasciva. Ella se encogió y soltó un quejido cuando Roberto topó con sus cuernos contra el pavo y este volvió a saltar despedido sobre el sofá. A Hulk ya estaba tocándole los huevos el Oidhche y lo miró muy mal. Muy muy mal. Después, para apaciguar la mirada asesina, elevó la mano que no tocaba a su amada y, con un dedo, se delineó el cuello simulando un perfecto corte. El Pulga cerró el ojo e hizo como que no había visto nada y volvió a su meditación.
—Ya podría funcionar esa amenaza con el bicho este. —Patrick señaló al pavo.
Posicionado el animal y sin nadie a la vista, puse a prueba mi puntería y lancé el cuchillo como una experta tiradora de dardos, dando de lleno en el antebrazo del sofá relajante de nuestro militar favorito.