El vestido colgaba de la puerta como si no fuera mío.
Era blanco marfil, sencillo, con una caída suave que mi mamá había elegido después de dar vueltas interminables por tiendas que no podía pagar del todo. Lo miré desde el espejo mientras ella acomodaba el rizador sobre mi cabello y pensé, por primera vez en semanas, que todo se veía demasiado normal para lo que estaba pasando dentro de mí.
Demasiado limpio. Demasiado tranquilo.
—No te muevas —dijo mi mamá, concentrada—. Si te quemas el cuello hoy, no me lo vas a perdonar nunca.
Sonreí apenas.
Me quedé quieta, con las manos apoyadas en mis muslos, sintiendo el corazón golpearme con fuerza en el pecho. El aire olía a maquillaje, a laca, a ese nerviosismo bonito que se supone que debería acompañar un día como este.
Mi papá pasó por el marco de la puerta con la cámara en la mano, orgulloso como si yo fuera a recibir algo más que un diploma.
—Mi graduada —dijo, levantando la cámara.
—Papá… —protesté, sin ganas reales de detenerlo.
—Déjalo —intervino mi mamá—. Este día también es suyo.
Mi papá me guiñó un ojo antes de irse. Yo le devolví el gesto con una sonrisa que se me quedó a medias.
Respiré hondo.
El espejo me regresó una versión arreglada de mí: maquillaje suave, labios rosados, pestañas largas, ojos brillantes. Nadie diría que llevaba dos semanas viviendo con un secreto que me apretaba el pecho cada vez que pensaba en él.
Dos semanas.
Dos semanas desde que una línea rosada apareció sin pedir permiso.
Dos semanas desde que mi vida empezó a dividirse en antes y después.
Cerré los ojos y la mañana se me deshizo entre recuerdos.
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El baño estaba frío. Más de lo normal.
Me senté en el borde de la tina con la prueba entre los dedos, mirando el reloj como si el tiempo pudiera borrar lo que ya sabía. Conté los segundos. Diez. Veinte. Treinta.
Cuando levanté la vista, la línea seguía ahí.
Clara.
Firme.
—No —susurré, sola—. No, no, no…
El miedo llegó primero, como un golpe seco en el estómago. Luego la negación, esa vocecita que insistía en que debía estar mal, en que tal vez había hecho algo mal, en que podía repetirla y desaparecería.
No desapareció.
Después llegó una calma extraña, peligrosa, que duró exactamente cinco segundos antes de romperse.
Me llevé una mano al vientre sin pensar. Era absurdo. No se sentía diferente. Yo sí.
No lloré ese día. No grité. No llamé a nadie.
Me quedé sentada hasta que el suelo me adormeció las piernas y entendí, por primera vez, que había cosas que no se podían deshacer.
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—¿Madeleine? —la voz de mi mamá me trajo de vuelta—. ¿Estás bien?
—Sí —mentí—. Solo… nervios.
Ella me observó a través del espejo durante un segundo más de lo necesario. Sus ojos bajaron a mis manos, luego a mi rostro.
—Es normal —dijo al final—. Todo va a salir bien.
Asentí.
Ojalá hubiera sido cierto.
Dos días después de aquella mañana, le dije a Leonardo.
No lo planeé. No ensayé las palabras. No supe cómo hacerlo bien.
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Lo encontré afuera de la escuela, recargado en la barda, riendo con otros chicos. Parecía ligero. Libre. Como si el mundo no estuviera a punto de caerse encima de nosotros.
—Tenemos que hablar —le dije, tomando su brazo.
Me miró extraño, sorprendido, pero se separó del grupo. Caminamos unos pasos.
Sentí cómo el corazón me golpeaba las costillas.
—Estoy embarazada.
Las palabras salieron rápido, atropelladas, como si si me detenía un segundo más no fuera capaz de decirlas.
Leonardo parpadeó. Una vez. Dos.
—¿Qué?
—Es tuyo.
El silencio fue espeso. Pesado. Sentí cómo algo se resquebrajaba dentro de mí, lento, inevitable.
—No puede ser —dijo al fin—. No es… no es posible.
—Sí lo es.
Alguien lo llamó detrás de nosotros.
—¡Leo!
Él volteó. Dudó apenas un segundo. Luego soltó mi brazo.
—Tengo que irme —murmuró.
Y se fue.
No hubo gritos. No hubo reclamos. No hubo promesas vacías.
Solo su espalda alejándose, llevándose con él cualquier ilusión que hubiera tenido.
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—Ya estás —anunció mi mamá—. Estás preciosa.
—Gracias —dije.
Esta vez la sonrisa fue un poco más real.
La ceremonia pasó como un sueño mal editado. Aplausos. Nombres. Flashazos de cámaras. Mi nombre resonó en el auditorio y caminé con la cabeza en alto, sosteniendo un diploma que pesaba menos que lo que llevaba dentro.
Busqué a Leonardo entre la multitud.
Lo encontré.
Traje oscuro. Sonrisa ensayada. Miraba a todos menos a mí.
El nudo en mi garganta se hizo más fuerte.
La fiesta fue peor.
Música alta. Luces que mareaban. Risas. Copas alzadas. Me senté en una mesa con mis amigas, fingiendo escuchar historias que no me interesaban, fingiendo ser la misma de siempre.
Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, él desviaba la suya.
Me armé de valor y me acerqué.
—Leo —dije cuando lo tuve cerca.
Pasó junto a mí como si no hubiera escuchado.
Como si yo no existiera.
El golpe no fue inmediato. Llegó después, lento, cruel, cuando entendí que esa era su respuesta.
Me alejé al baño antes de que alguien notara que ya no podía sostener la sonrisa. Me miré al espejo, respiré hondo y me obligué a recomponerme.
Mis papás seguían creyendo que mis lágrimas eran solo nervios, cansancio, el peso normal de una despedida. Mi mamá me tomó de la mano un momento, mi papá me dio un beso en la frente, orgulloso.
No sabían nada.
Y yo todavía no estaba lista para decírselos.
Esa noche, mientras el vestido volvía a colgar en una silla y el maquillaje se borraba frente al mismo espejo, supe que la graduación no había sido un final.