El día después de la graduación amaneció demasiado normal.
El sol entró por la ventana como siempre, los ruidos de la casa siguieron su curso, mi mamá se levantó temprano y mi papá salió a trabajar con la misma rutina de todos los días. Nadie parecía notar que algo dentro de mí se había quebrado la noche anterior.
Yo sí.
Me quedé acostada mirando el techo, con el vestido ya guardado en el clóset y el maquillaje aún manchado en la funda de la almohada. Pensé que ese día debería sentirme distinta, más ligera, orgullosa. En cambio, sentía un peso extraño, no solo en el pecho, sino en todo el cuerpo.
Tomé el celular.
Nada.
Ni un mensaje. Ni una llamada. Ni siquiera un visto.
El nombre de Leonardo seguía ahí, intacto, como si no acabara de desaparecer de mi vida.
Me senté en la cama y apoyé las manos sobre el vientre. Era un gesto inconsciente, casi instintivo. No sabía todavía qué estaba pasando exactamente ahí dentro, pero ya sentía que algo había cambiado.
No tenía hambre.
O tal vez sí, pero la idea de comer me revolvía el estómago.
En el desayuno empujé la comida con el tenedor, fingiendo interés.
—¿No te gustó? —preguntó mi mamá.
—Sí —mentí—. Es que todavía estoy cansada.
Ella asintió, comprensiva.
—Fue un día largo.
Si supiera.
Pasaron los días y el silencio de Leonardo se volvió una presencia constante.
Tres días.
Cuatro.
Cinco.
Cada mañana revisaba el celular esperando algo que no llegaba. Cada noche lo dejaba boca abajo, prometiéndome que al día siguiente ya no me importaría.
Sí me importaba.
El cuerpo empezó a hablar antes que yo.
El olor del café me dio náuseas una mañana. El perfume de una mujer en la calle me hizo girar la cara. El cansancio se me pegó a los huesos como si no hubiera dormido en semanas.
Una tarde, mientras me cambiaba frente al espejo, lo noté.
Mi abdomen no se veía distinto, pero yo sí me sentía distinta. Más sensible. Más frágil. Como si algo se acomodara lentamente dentro de mí.
Me senté en el borde de la cama y respiré hondo.
—Tranquila —me dije—. Solo estás nerviosa.
Pero no era solo eso.
Una noche desperté sobresaltada, con el corazón acelerado y la garganta cerrada. Me levanté de la cama y caminé descalza hasta el baño. Me apoyé en el lavabo y me miré al espejo.
Tenía ojeras. Los ojos apagados. La piel pálida.
—No puedes derrumbarte —susurré—. No ahora.
Pensé en escribirle a Leonardo.
Abrí el chat.
Escribí una frase.
La borré.
Escribí otra.
La volví a borrar.
No quería rogar. No quería suplicar algo que, en el fondo, ya sabía.
El silencio también es una respuesta.
Una semana después de la graduación, el miedo dejó de ser abstracto.
Se volvió real. Físico.
Sentí un mareo en medio del supermercado. Me apoyé en el carrito, cerré los ojos y conté hasta diez. Nadie lo notó. Nadie preguntó nada.
Yo sí entendí.
Esa noche me acosté temprano. Me acomodé de lado, abrazando una almohada, y por primera vez pensé en el futuro sin incluir a Leonardo.
Dolía.
Pero también había algo más.
Una fuerza pequeña, silenciosa, creciendo conmigo.
Y aunque todavía no me atrevía a ponerle nombre, supe que ya no podía fingir que nada estaba pasando.
El silencio había hablado.