La casa de Sarai siempre había sido un refugio. No porque fuera perfecta, sino porque ahí el mundo parecía ir más lento. Esa tarde, el ventilador del techo giraba con un zumbido constante y el sol se colaba por la ventana, iluminando las motas de polvo en el aire. Era un día común. Demasiado común para lo que estaba a punto de pasar.
Yo estaba sentada en la orilla de la cama de Sarai, con la mochila aún colgada de un hombro. No sabía cómo empezar. Las palabras se me amontonaban en la garganta, pesadas, incómodas.
—¿Qué tienes? —preguntó ella, frunciendo ligeramente el ceño—. Llegaste rarísima.
Respiré hondo. Una vez. Dos veces. Como si eso pudiera darme valor.
—Estoy embarazada —solté de golpe.
El silencio cayó entre nosotras como algo físico. Sarai parpadeó, procesando lo que acababa de escuchar.
—¿Qué? —dijo al fin—. ¿Hablas en serio?
Asentí despacio. Sentía el corazón golpeándome en el pecho.
—Me hice una prueba… antes de la graduación —expliqué—. Salió positiva.
Sarai abrió los ojos un poco más.
—¿Y ya lo sabe alguien más?
—El… el papá —respondí, bajando la mirada—. Se lo dije hace unos días.
No entré en detalles. No dije nombres. No dije cómo había reaccionado. No estaba lista para eso.
Sarai se cruzó de brazos y caminó de un lado a otro del cuarto.
—Madeleine… —empezó, con cuidado—. ¿Estás segura de la prueba? A veces fallan. No pasa seguido, pero pasa.
Sus palabras me atravesaron. No porque dudara de mí, sino porque una parte de mí necesitaba aferrarse a esa posibilidad.
—Eso pensé —admití en voz baja.
Sarai se detuvo frente a mí.
—Tenemos que confirmar —dijo con firmeza—. Aquí tengo pruebas. Hazte otra.
El estómago se me cerró.
—¿Ahorita?
—Sí. Ahorita.
Asentí, aunque todo mi cuerpo gritaba que no quería hacerlo. Que prefería quedarme en la duda un poco más.
El baño era pequeño y estaba iluminado por una luz blanca demasiado fuerte. Me senté en la tapa del inodoro con la prueba en las manos, sintiendo cómo me sudaban las palmas. El empaque se abrió con un sonido que me pareció exageradamente fuerte.
—Tómate tu tiempo —dijo Sarai desde la puerta—. Estoy aquí.
Cuando terminé, dejé la prueba sobre el lavabo, boca abajo. No quería mirarla. No todavía.
—¿Cuánto tarda? —pregunté.
—Unos minutos —respondió.
Esos minutos se sintieron eternos. Caminé de un lado a otro, me mordí las uñas, me abracé a mí misma.
—Ojalá esté mal —susurré, sin saber si hablaba con Sarai o conmigo.
—Sea lo que sea —dijo ella—, no vas a pasar por esto sola.
Al final, no fui yo quien volteó la prueba.
Sarai la tomó con cuidado. La miró apenas unos segundos, pero fue suficiente. Su expresión cambió. No hubo duda, ni confusión.
—Madeleine… —dijo, y mi nombre sonó distinto—. Estás embarazada.
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía en silencio.
Me acerqué despacio, como si mis piernas no me pertenecieran. Miré la prueba. Dos líneas claras. Innegables.
—No… —susurré— No puede ser.
Pero sí lo era.
El aire me faltó. El mundo se volvió borroso. Me apoyé en el lavabo para no caerme. Sarai me sostuvo justo a tiempo.
—Respira —me pidió—. Respira conmigo.
Intenté hacerlo, pero el pecho me dolía. Me llevé una mano al vientre sin pensarlo. Un gesto instintivo, casi inconsciente.
—No sé qué voy a hacer —dije, con la voz rota—. No sé cómo decirles a mis papás.
Sarai me abrazó fuerte. Esta vez, no me resistí.
—Un paso a la vez —susurró—. Hoy solo confirma lo que ya sabías. Mañana… mañana vemos.
Me quedé ahí, aferrada a ella, mientras la realidad se asentaba poco a poco. Ya no era una sospecha. Ya no era una posibilidad.
Era real.
Y aunque en ese momento no podía verlo, mi vida acababa de tomar un rumbo del que ya no habría regreso.