Pasé todo el día ensayando la misma frase en mi cabeza.
Estoy embarazada.
La repetía mientras me bañaba, mientras me vestía, mientras fingía escuchar lo que decían en la televisión. Ninguna versión sonaba menos terrible que la anterior. Todas pesaban igual. Todas dolían.
La casa estaba en silencio cuando decidí hacerlo. No un silencio cómodo, sino ese que anuncia tormenta. Mamá estaba en la cocina, moviéndose de un lado a otro con movimientos automáticos. Papá estaba sentado en la sala, leyendo algo en su celular, con los lentes puestos.
Me quedé parada en el marco de la puerta durante unos segundos, sintiendo cómo me sudaban las manos.
—¿Puedo hablar con ustedes? —pregunté.
Mi voz salió más baja de lo que esperaba.
Mamá levantó la vista primero. Papá tardó un poco más, pero cuando lo hizo, frunció el ceño.
—¿Qué pasó? —preguntó él.
Tragué saliva. El corazón me golpeaba tan fuerte que me dolía el pecho.
—Necesito decirles algo —continué—. Algo importante.
Mamá se secó las manos con un trapo y se sentó frente a mí. Papá dejó el celular a un lado. Los dos me miraban ahora. No había vuelta atrás.
El aire me faltó.
—Estoy embarazada.
La frase cayó pesada, como un objeto rompiéndose contra el piso.
Mamá fue la primera en reaccionar, pero no como yo había imaginado. No gritó. No habló. Se llevó una mano a la boca y se quedó completamente inmóvil. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no cayeron de inmediato.
Papá, en cambio, se levantó de golpe.
—¿Cómo que embarazada? —alzando la voz—. ¿Qué estás diciendo?
Me encogí un poco.
—Que estoy embarazada —repetí, sintiendo cómo la voz se me quebraba.
—¿Embarazada de quién? —preguntó—. ¿Desde cuándo?
Las preguntas me caían encima sin darme tiempo a respirar.
—Hace… hace unas semanas —respondí—. Yo… yo no sabía cómo decirles.
Papá pasó una mano por su cabello, caminando de un lado a otro de la sala.
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —gritó—. ¿Te das cuenta de tu edad?
Las palabras me cortaron.
—¡Eres una niña! —continuó—. ¡Una niña!
—No soy una niña —dije, más por reflejo que por valentía.
Eso lo enfureció más.
—¡Claro que lo eres! —respondió—. Y ahora sales con esto, así como si nada.
Mamá dejó escapar un sollozo. Fue bajo, casi imperceptible, pero suficiente para romperme por dentro. Las lágrimas empezaron a caerle sin que pudiera detenerlas.
—¿Por qué no nos dijiste antes? —preguntó ella, con la voz temblorosa.
—Tenía miedo —admití—. Mucho miedo.
Papá me miró como si no me reconociera.
—¿Y el papá del bebé? —preguntó—. ¿Dónde está?
Sentí un nudo en la garganta.
—Ya lo sabe —respondí—. Pero… no quiso hacerse cargo.
El silencio que siguió fue aún peor que los gritos.
Papá apretó los puños.
—¿Te dejó sola? —dijo entre dientes.
Asentí.
—Esto no puede ser —murmuró—. No puede estar pasando.
Mamá se levantó de su silla y se acercó a mí. Dudó unos segundos, como si no supiera si tenía derecho a hacerlo, y luego me abrazó. Fue un abrazo frágil, tembloroso, pero real.
Yo rompí a llorar ahí. Sin control. Todo lo que había estado conteniendo salió de golpe.
Papá nos miró desde el otro lado de la habitación. Su expresión seguía siendo dura, pero había algo más ahí. Miedo. Preocupación.
—No sé qué vamos a hacer —dijo finalmente—. No sé.
Mamá negó con la cabeza, llorando contra mi hombro.
—Yo tampoco —susurró—. Pero no podemos dejarla sola.
Papá no respondió de inmediato. Se sentó otra vez, con los codos apoyados en las rodillas, mirando al piso.
—Esto nos va a cambiar la vida a todos —dijo al fin.
Asentí.
—Lo sé.
No hubo promesas. No hubo soluciones. No hubo palabras de consuelo claras.
Solo había una verdad flotando en el aire, pesada e imposible de ignorar:
Nada volvería a ser como antes.