Lo que el tiempo no borró

6. Decírselo a mis papás

El día después no llegó con gritos ni discusiones.

Llegó con silencio.

Un silencio espeso, incómodo, que se metía por las rendijas de la casa y se quedaba ahí, pegado a las paredes. Me desperté temprano, aunque no había dormido casi nada. El techo de mi cuarto fue lo primero que vi, y durante unos segundos olvidé todo. Luego, el recuerdo cayó de golpe.

Estoy embarazada.

Me levanté despacio. Cada movimiento me pesaba más de lo normal, como si cargar la verdad me hubiera vuelto más lenta. Al salir al pasillo, escuché ruidos en la cocina. Mamá ya estaba despierta.

Entré sin decir nada.

Ella estaba de espaldas, preparando café. No se giró cuando me escuchó. Tampoco me habló. Yo me senté a la mesa, con las manos juntas, esperando algo que no sabía qué era.

El reloj marcaba cada segundo con un tic constante. Nadie decía nada.

Papá apareció minutos después. Me miró apenas, lo justo para saber que seguía enojado. Se sirvió café y se sentó lejos de mí. La mesa, que siempre había sido pequeña, de pronto parecía enorme.

Comimos en silencio.

No hubo reproches, pero tampoco cariño. Y eso dolía más.

Cuando terminé, me levanté con la sensación de estar estorbando.

—Voy a… —empecé a decir.

—¿A dónde? —preguntó papá sin mirarme.

—A mi cuarto.

Asintió, seco.

Cerré la puerta detrás de mí y me dejé caer sobre la cama. Me abracé las piernas, sintiéndome más pequeña que nunca. Pensé en todo lo que había arruinado. En los planes que ya no existían. En el futuro que ahora parecía una hoja en blanco, pero no de las bonitas.

La culpa me apretaba el pecho.

No sabía cuánto tiempo pasó hasta que alguien tocó la puerta.

—Madeleine —dijo la voz de mamá.

—Pasa.

Entró despacio, como si no supiera si tenía permiso. Se sentó a mi lado, sin tocarme al principio.

—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja.

Me encogí de hombros.

—Mal.

Mamá asintió.

—Yo también —admitió.

Sus ojos estaban hinchados. Había llorado.

—No dejamos de quererte —dijo después de un momento—. Aunque estemos asustados. Aunque no sepamos qué hacer.

Las lágrimas se me escaparon.

—Lo siento —susurré—. Les fallé.

—No —respondió, girándose hacia mí—. No nos fallaste.

Me tomó la mano. Ese gesto sencillo hizo que algo dentro de mí se aflojara.

Más tarde, papá apareció en la puerta. No entró de inmediato.

—Tenemos que hablar —dijo.

Me tensé.

Se sentó frente a mí, apoyando los brazos en las rodillas.

—Estoy enojado —dijo sin rodeos—. Mucho. Pero eso no cambia que seas mi hija.

No supe qué decir.

—Vamos a necesitar ir al médico —continuó—. No podemos seguir a ciegas.

Mamá asintió desde la esquina del cuarto.

—Mañana mismo —agregó ella—. Los tres.

Esa palabra… los tres… me golpeó de una forma distinta.

—¿De verdad? —pregunté.

Papá suspiró.

—No te voy a dejar sola en esto —dijo, aunque le costara—. Pero vamos paso a paso.

No era una promesa perfecta. No era una solución.

Pero era apoyo.

Y por primera vez desde que todo había pasado, sentí que podía respirar un poco mejor.

Ese día no arreglamos nada.

Pero algo cambió.

La casa seguía en silencio…

solo que ya no estaba completamente vacío.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.