Sebastián solía pensar que su trabajo como director en el orfanato era su refugio, un espacio donde podía volcar su pasión y dejar atrás las sombras de su propio pasado. Día a día, se entregaba con dedicación a los niños que lo necesitaban, brindándoles un hogar temporal, un lugar donde sentir que eran vistos y valorados. Había construido allí una vida silenciosa, sin sobresaltos, con la comodidad de una rutina que él mismo había diseñado.
Pero esa mañana, mientras revisaba una pila de currículums para el puesto de coordinador de actividades artísticas, algo interrumpió su ritmo habitual. Su mirada se detuvo, congelada, en un nombre que parecía sobresalir de la hoja.
Noelí Zambrano.
Sebastián parpadeó un par de veces, como si su mente intentara convencerlo de que había leído mal. Pero no, el nombre seguía ahí, nítido, trayendo consigo recuerdos que había guardado cuidadosamente en un rincón de su memoria.
Era casi imposible que fuera la misma Noelí… ¿o tal vez no?
De pronto, un sinfín de imágenes regresaron a su mente: los pasillos del colegio, las conversaciones fugaces que apenas alcanzaban para conocerla, y aquella mezcla de curiosidad y ternura que siempre le había inspirado. Ella era diferente, una presencia tranquila que, incluso en su silencio, llenaba el ambiente de una calidez particular. Nunca se había atrevido a decirle lo que sentía, a reconocer que la miraba desde la distancia, esperando que quizás algún día pudiera haber algo más entre ellos. Pero la vida, con sus giros imprevistos, los había separado al finalizar el colegio, llevándolos a destinos diferentes. Él asumió que su recuerdo quedaría para siempre en la nostalgia.
Mientras repasaba las líneas de su currículum, sintió una punzada extraña en el pecho. Ahora ella estaba aquí, en la misma ciudad, postulándose a un trabajo en el lugar que él consideraba su segunda casa. ¿Cuáles eran las probabilidades? El simple hecho de saber que, después de tantos años, sus caminos volvían a cruzarse lo llenaba de emociones difíciles de nombrar.
Sebastián tamborileó los dedos sobre el escritorio, intentando decidir cómo escribirle un correo para invitarla a una entrevista. Sabía que debía ser formal, profesional, mantener la compostura propia de su cargo como director. Pero el temblor en sus manos le recordaba lo difícil que sería actuar con frialdad cuando el eco de tantos recuerdos resonaba en su mente.
Inició el correo con un saludo cordial, tratando de elegir cuidadosamente las palabras. ¿Cómo dirigirse a ella? ¿Debía incluir alguna referencia al pasado? Finalmente, decidió no hacerlo. Escribió un mensaje que cualquier director podría haber enviado, sobrio y sin rastros de emoción, como si el nombre en la línea de destinatario no le provocara un terremoto en el pecho.
-Es lo correcto- se dijo, intentando convencerse de que era mejor mantener la distancia profesional.
Al enviar el correo, sintió una mezcla de alivio y nerviosismo. ¿Cómo reaccionaría Noelí al leer su mensaje? ¿Lo recordaría? ¿O acaso él era solo una figura borrosa de su adolescencia, un compañero más entre tantos rostros olvidados? Esa incertidumbre lo inquietaba, y por primera vez en mucho tiempo, Sebastián sintió que su vida organizada y estructurada comenzans a tambalearse.