Ese domingo a la mañana, Martín despertó tarde, recordando los ojos de Noelí llenos de lágrimas, la forma en que su cuerpo se había estremecido al escuchar sus palabras, y el silencio posterior que parecía haber congelado todo a su alrededor.
Se levantó de la cama con movimientos lentos, como si cada paso cargara el peso de su culpa. Pasó frente al espejo, pero no se atrevió a mirarse. Su reflejo era un recordatorio demasiado cruel de quién era y lo que había hecho.
Bajó las escaleras sin hacer ruido, y al entrar en la cocina, se detuvo al ver el lugar vacío. Seguro Noelí estaba encerrada en el cuarto de Tomás y no iba a ser fácil qué saliera de ahí.
Martín se quedó parado en el umbral. Quería decir algo, cualquier cosa, pero sabía que ninguna palabra sería suficiente. La confesión de la noche anterior había sido como un disparo a quemarropa. En su rabia y su orgullo herido, había dicho la verdad, pero de una manera tan cruel que incluso le costaba recordarlo sin sentir una punzada en el pecho.
No podía mirarla. No después de lo que había dicho. No después de cómo la había tratado. Pero tampoco podía enfrentarse a sí mismo, aceptar que había sido él quien había fallado, quien había cruzado una línea que no tenía regreso.
"Ella va a odiarme. Quizás ya lo hace."
Martín se levantó bruscamente, incapaz de soportar el silencio de la casa. Necesitaba salir, despejar su mente, alejarse de esos pensamientos que lo atormentaban. Tomó las llaves del auto y salió, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.
Condujo sin rumbo fijo, dejando que el ruido del motor ahogara sus pensamientos. Pero incluso en la carretera, la voz de Noelí seguía resonando en su mente.
"Siempre estuve a tu lado, Martín. Por amor."
Esas palabras eran como un cuchillo en su conciencia. Porque sabía que eran ciertas. Y, sin embargo, él había tirado todo por la borda.