El amanecer trajo consigo un sol que dudaba en iluminar aquel hogar cargado de tensión. Noelí no había dormido. Había pasado la noche entre lágrimas silenciosas y miradas vacías al techo, mientras la confesión de Martín se repetía en su mente como un eco implacable.
Por más que habia querido descubrir la verdad, saberla la había destrozado. El hombre al que había amado, con quien había construido una familia, no solo la había traicionado, sino que también había reducido su valor a cenizas con palabras que la humillaron.
Tomás despertó temprano, y su risa inocente llenó momentáneamente el vacío que sentía en el pecho. Noelí lo abrazó con fuerza, como si el contacto con su pequeño fuera lo único que la mantenía en pie. Decidió prepararle un desayuno especial, algo que lo hiciera feliz, pero incluso en la cocina, sus manos temblaban al cortar frutas o tostar el pan.
Cora, que siempre sabía cuándo algo andaba mal, la observaba con atención desde la mesa.
—Señora Noelí, ¿en que piensa? —preguntó suave, pero preocupada.
Noelí desvió la mirada hacia el plato que preparaba.
—Digamos que estoy... procesando muchas cosas.
Cora dio un paso hacia ella, colocando una mano en su hombro.
—Usted siempre ha sido fuerte, señora. Pero la fuerza también está en pedir ayuda cuando la necesita.
Noelí tragó saliva, intentando contener las lágrimas que amenazaban con salir. Sabía que Cora tenía razón, pero la vergüenza y el orgullo la mantenían en silencio.
Tomás corrió hacia ellas, reclamando atención. Noelí lo alzó en brazos, agradeciendo que su hijo fuera una distracción de su dolor, aunque sabía que no podía esconderse detrás de él para siempre.
La mañana pasó lentamente. Noelí intentó distraerse con las actividades de Tomás, llevándolo al jardín de la casa para jugar, pero su mente seguía atrapada en la conversación con Martín. Cada risa de su hijo era un recordatorio de que tenía que tomar una decisión por él, aunque eso significara romper definitivamente con su vida actual.
Mientras Tomas jugaba con sus bloques, Noelí se sentó en el sillón, con la mirada perdida en el ventanal. Las palabras de Martín seguían resonando en su mente, pero ahora también surgía otra voz, una más suave, que le ofrecía un resquicio de esperanza.
"Si alguna vez necesitas ayuda, un lugar seguro, alguien en quien confiar… yo estoy aquí para ti."
Sebastián.
Pensar en él le trajo una mezcla de consuelo y culpa. Consuelo, porque sabía que había alguien dispuesto a apoyarla sin condiciones. Culpa, porque Martín había plantado en ella la idea de que fijarse en Sebastián, aunque fuera de forma inocente, era una traición.
—¿Señora? —Cora interrumpió sus pensamientos, sentándose frente a ella.
—Sí, Cora. ¿Qué pasa? —respondió, tratando de sonar natural.
—Puede contarme lo que sea, si le hace bien.
Noelí no quería hablar, pero Cora siempre había sido una confidente leal, y en el fondo, sabía que necesitaba desahogarse.
—Pienso en que no tiene sentido seguir fingiendo que todo está bien y que me encantaría cambiar esta realidad. Ya no hay ninguna solución.
.
—Entonces, ¿por qué sigue aquí? -Cora la miró con ternura, sin juzgarla.
¿Por qué seguía? Había amor, en algún momento. Había un hogar, una familia. Pero todo eso parecía ser un espejismo.
—Por Tomás … y porque hasta anoche creí que había algo por salvar. —Su voz se quebró al final.
Cora tomó sus manos con firmeza.
—Tomás necesita una madre feliz. No una que cargue con algo que la está rompiendo.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. No quería que Tomás creciera en un ambiente caótico, pero tampoco sabía si tenía la fuerza para dejar todo atrás.
Después de meditar la idea por varias horas, y ver que Martín no había aparecido en todo el día a pedir perdón, o aclarar por qué había sido tan cruel con ella, decidió dejarlo.
Irse de la casa era lo mejor, empezar de cero por más difícil que fuera abandonar lo que una vez fue su hogar. Lo mejor era alejarse e Martín, ya que solo veía un futuro doloroso si se quedaba a su lado.
Esa tarde, Noelí se sentó en la cama con una hoja de papel en blanco frente a ella. La birome temblaba entre sus dedos.
Sabía que escribirle una carta a Martín era un acto definitivo, una forma de plasmar en palabras lo que su corazón llevaba gritando durante meses. Era su manera de despedirse, de dejar claro por qué había llegado a esa decisión.
Al principio, las palabras no salían. Miraba el papel en blanco, como si este pudiera absorber su dolor. Cerró los ojos y respiró profundamente, recordando los momentos felices, los sueños que compartieron, las promesas que alguna vez hicieron. Pero luego vinieron los recuerdos de las discusiones, las miradas de reproche, las palabras hirientes que lentamente habían roto todo lo que eran.
Finalmente, dejó que su mano se moviera.
Mientras escribía las últimas palabras, las lágrimas caían sin control. No era fácil despedirse de una vida, de un amor que había sido tan importante para ella. Pero también sabía que quedarse solo alargaría el dolor.
Dobló la carta con cuidado y la colocó sobre la mesa del comedor, donde Martín la encontraría al regresar.
Con ese pensamiento, se permitió cerrar los ojos por un momento. Aunque el camino por delante parecía incierto, por primera vez en días, sintió una pequeña chispa de esperanza.