Miles Campbell
En la clase fue imposible concentrarme. Pensaba en los pendientes que tenía, en el señor de ayer, en Liam y en Dorian. En el estúpido Dorian que no quería irse de mi cabeza.
Sus acciones eran confusas, su atención hacia mí, sus palabras. Me causaba conflicto no saber cuales eran sus intenciones o cuál sería su próximo movimiento.
Salí de ahí con apuro, y me dirigí a la cafetería.
Debía hablar con Liam, pero nunca fue de mi estilo disculparme por lo que hacía, yo solamente dejaba pasar el tiempo y después volvía como si nada hubiese pasado. Es decir, él me ponía en esa situación difícil también, no podía solo culparme a mi, además no era la gran cosa, no debía enojarse por eso.
Llegué a la cafetería y tan pronto crucé la puerta, supe que mi humor solo podía empeorar.
Dejé la mochila en un rincón junto con el casco y solté un enorme suspiro mientras me iba a cambiar el uniforme.
Mis ojos recorrieron el lugar con rapidez, asegurándome de que todo estuviera en orden: mesas limpias, utensilios en su sitio, tazas listas para usarse.
Me apoyé en la barra, dejando que mis dedos repasaran las superficies, como si buscara distraerme. El local estaba casi vacío; apenas un par de clientes habituales se habían sentado en sus lugares de siempre.
Y extrañamente había una calma que me invadía. Una calma incómoda, como un silencio que precede a la tormenta y eso no era normal, no cuando hoy había juntado la bilis de una semana en un día por culpa de Dorian.
Y como si algo me llamara levanté la vista, y ahí estaba. Afuera.
Apoyado con desparpajo en su Mustang negro, observándome desde la ventana. Su mirada me atravesó, no necesitaba palabras para hacerme sentir examinado, medido, diseccionado. Dorian. El chico que ayer había invadido mi espacio, el que me arrancó más palabras de las que acostumbro regalar y ahora era también la causa principal de mi fastidio estaba ahí.
Me hizo resoplar, no oculte mi indignación, sorpresa y mi mueca de molestia cuando lo vi caminar con esa típica seguridad.
Mi respiración se aceleró apenas un poco, aunque hice lo posible por ocultarlo. ¿A qué demonios venía? ¿A amenazarme? ¿A recordarme que sabía cosas de mí que siempre había protegido con uñas y dientes? Desde ayer, mi vida tenía un intruso, un tipo molesto que no sabía cuándo detenerse.
Él sonrió con esa burla tan suya, como si todo esto le divirtiera. Yo hice lo que mejor sabía: ignorarlo, tal como ignoraba a cualquiera que intentara acercarse demasiado.
Se creía el chico más interesante del mundo, la última coca-cola del desierto y eso era lo que odiaba.
¿Él? ¿La última coca-cola del desierto cuando existía yo? Ni en broma.
La puerta se abrió con un tintineo metálico, y Dorian entró con esa típica actitud arrogante. Cada paso que daba parecía calculado, pausado, como si disfrutara la atención que inevitablemente atraía. El sol se filtraba por los ventanales, haciendo resaltar su pálida piel y el brillo metálico de sus piercings. Me descubrí siguiéndolo con la mirada, incapaz de evitarlo hasta que estuvo frente a mí.
-Buenos días -saludó con esa voz segura, cargada de un descaro que me irritaba porque provenía de él. Pero que en sí me fascinaba porque era bonita.
Se recostó en la barra frente a mí, cruzando los brazos con gesto tranquilo, como si el lugar le perteneciera.
- Días solamente, dejaron de ser buenos en cuanto entraste.
Respondí con molestia, con ese filo en la voz que dejaba claro que no sería sencillo tratar conmigo, ya no. No iba a ponérselo fácil.
¿Acaso ahora tampoco me iba a dejar en paz? Ya no bastaba con la universidad, ahora también venía a irrumpir en mi trabajo. ¿Dónde más pensaba aparecerse? ¿En mi casa como el loquito de ayer?
-Vaya, entonces mi presencia ya arruinó tu día completo... qué terrible destino el mío. -dijo con calma, dejando que cada palabra cayera con un filo apenas perceptible. Yo hice un gesto de fastidio.
- Si lo sabes ¿por qué no te largas y me dejas tranquilo?
Lo había notado, él era de los pocos que estaba sabiendo, mejor dicho aprendiendo a lidiar conmigo. No se ofendía, no se enojaba, siempre estaba tan tranquilo y eso me enojaba.
¿Qué haría que se enojara de verdad? ¿Cuáles eran sus límites? ¿Qué debía hacer para darle un poco de su medicina y qué me dejara en paz?
- ¿Qué quieres ahora?
Dejé atrás todo formalismo de vendedor-cliente. Me crucé de brazos y lo miré bastante serio. Era el único en la barra, porque era el único lo suficientemente audaz como para acercarse y mirarme de cerca.
Él sonrió apenas, con esa expresión que delataba diversión, como si cada segundo de provocación le resultara irresistible.
-Solo vine a tomar un café. -añadió finalmente como si fuera inocente de lo que estaba haciendo. No estaba aquí para hacer amigos, de eso estaba seguro. -¿acaso no puedo venir a una cafetería a tomar café?
Mi mirada se clavó en la suya, y por un instante todo lo demás desapareció: las chicas, los clientes, el murmullo del café. Solo estaba él y la tensión que era palpable, casi un humo denso entre nosotros. Sabía que esto no era un simple encuentro casual; era casi como un juego, que necesitaba táctica y dominio.
-¿Y de todas las cafeterías tienes que venir aquí?
Pregunté incrédulo, sin terminar de creérmelo. Jamás lo había visto en esta cafetería y, de pronto, parecía haberse enterado de que yo trabajaba aquí. Como si el destino conspirara en mi contra, ahora aparecía cada mañana, pidiendo su café como si ese hubiera sido siempre su lugar habitual.
- Es que el café que hacen aquí... el que haces tu es delicioso.
- Al menos pide otra cosa y deja propinas por tener que aguantarte. Solo pides café amargo
-Vaya, ¿le estás dando órdenes a tu cliente? - Nuevamente su voz fue tranquila, apenas ladeando la cabeza. Después se escuchó una breve risa. -Siempre puedo pedir algo más, pero ¿arruinar tan pronto esta pequeña tradición matutina? No lo creo