Miles Campbell
Si alguna vez creí que no existía una persona capaz de obsesionarse tanto con hacerme perder la cordura, estaba equivocado.
Esa persona existía. Y tenía nombre: Dorian.
El maldito y perfecto Dorian.
Había pasado una semana completa desde aquella primera vez, y ni un solo día había faltado a la cafetería. Llegaba puntual, pedía su café amargo, y se quedaba hablando conmigo durante una hora entera. O discutiendo, más bien. Siempre encontraba la forma de provocar algo en mí: una respuesta, una mueca, una reacción. Era obvio que lo disfrutaba.
Luego se iba. Me dejaba con la cabeza hecha un caos, solo para que ese mismo día lo volviera a encontrar en la universidad.
Al menos ahí mantenía cierta distancia cuando estaba con Liam. Pero bastaba que me viera solo para que se acercara de nuevo, con esa calma irritante que parecía burlarse de mi impaciencia.
Y lo odiaba. Lo odiaba porque su presencia atraía miradas, porque hacía que la gente nos observara, que los murmullos se multiplicaran. Lo odiaba porque lograba que yo también me fijara en él más de lo que quería admitir.
Nadie sabía que trabajaba en esa cafetería. Nadie sabía que Dorian me había visto besar a un chico. Aún.
Y sentía que no era un secreto que pensara mantener por mucho tiempo. No confiaba en él, ni en sus intenciones. Podía estar guardándolo solo para tener algo con qué amenazarme, esperando el momento justo para usarlo en mi contra cuando yo lo llevara demasiado lejos.
Después de todo… siempre eran así las personas.
Escuché el sonido de la campanilla, y ni siquiera tuve que levantar la vista para saber de quién se trataba.
Solo él hacía sonar la puerta de esa manera, con ese toque molesto y seguro, como si su única intención fuera llamar la atención de los tres miserables clientes que venían cada día.
Apenas distinguí su sombra, rodé los ojos. Dorian dejó dos dólares sobre la barra, y yo los tomé con un suspiro cargado de resignación mientras registraba el pedido que no necesitaba escuchar.
—En serio, Dorian, pide otra cosa. Ya puedo preparar tu amargo café con los ojos cerrados. Es lo único que pides.
Para el cuarto día ya ni me molestaba en preguntarle.
Viniendo de él, me parecía una excusa ridícula para aparecerse cada mañana. ¿A quién podía gustarle un café tan amargo, sin azúcar ni leche? Solo alguien que quería aparentar algo.
—¿Y arruinarte la rutina? —preguntó con voz tranquila, apoyando los codos en la barra mientras me observaba con esa serenidad que me irritaba tanto—. No tiene sentido cambiar algo que ya funciona. Tú haces el café, yo lo bebo, nos lanzamos un par de insultos… y el mundo sigue girando.
Mentiroso. Jamás me había insultado directamente, ni una sola vez. Decía malas palabras, sí, pero nunca en contra mía.
Y eso, lejos de parecerme un gesto de respeto, solo lo hacía más insoportable.
Porque no lo hacía por educación. Lo hacía porque quería parecer correcto, el chico ideal, el tipo inquebrantable. Y en mi experiencia, la gente que se mostraba tan perfecta por fuera solía ser la más podrida por dentro.
Sentía como si fuera mejor solo por tener mayor autocontrol.
No aparté la mirada cuando la suya se cruzó con la mía. Al contrario, la sostuve. Fue un desafío silencioso, un pequeño duelo que había estado esperando toda la mañana.
Después de unos segundos, giré los ojos y murmuré entre dientes palabras que solo el vapor del café alcanzó a oír.
Se inclinó un poco más hacia mi. Lo suficiente para oler el café recién molido y el leve aroma a jabón que siempre traía en mis mangas de mi camisa.
—¿Sabes? —dijo bajando un poco la voz, como si fuera un secreto que no debía decirse tan cerca de las personas— Empiezo a creer que te gusta verme llegar.
Yo sentí mis ojos abrirse exageradamente. Y mi ceño se fruncio cuando escuché la mayor idiotez del universo, ¿acaso se había golpeado la cabeza? ¿Cómo se le ocurría pensar y decir eso?
Él soltó una carcajada cuando observó mi reacción, jamas lo había visto reír de esa forma, me dejó sorprendido. Parecía haber estado esperando ver mi reacción, aunque por dentro sabía que ya la tenía más o menos calculada.
— Idiota insoportable, en esa cabeza solo te cabe el ego y la idiotez.
Respondí tan suave que mi insulto no tuvo fuerza. El me observó alzando una ceja, mientras se cubría la boca intentando esconder su sonrisa.
Yo me sentí un poco desarmado y nervioso, creo que él lo notó, pero, como siempre, no le importó. Era parte de su maldito juego.
Le pasé la taza sin mirarlo demasiado. A estás alturas ya preparaba su café en menos tiempo del que tardaba en respirar; la práctica hacia al maestro.
—Podría pedir otra cosa, claro —dijo al final, llevándose la taza a los labios, ya más tranquilo y serio—, pero admito que me gusta la rutina. Saber que vas a estar aquí, con esa misma cara de fastidio… y esa camiseta que juras que no te queda bien, pero que, sinceramente, te queda perfecta.
—Tú no sabes nada —repliqué enseguida, más por reflejo que por convicción—. Yo nunca he dicho que no se vea bien.
Fue mi orgullo el que habló, no yo.
Porque, en el fondo, sabía que tenía razón. El mundo entero parecía empeñado en recordarme que todo se me veía bien.
—No hace falta que lo digas —continuó, con una media sonrisa que me sacó de quicio—. Lo noto cada vez que te miras en cualquier reflejo, viendo cómo te queda la camiseta o si tu cabello se ve bien.
Claro. Porque además de arrogante, era un maldito acosador. ¿Cómo diablos sabía algo así?
Me recargué en la barra, exhalando el aire que no sabía que estaba conteniendo. Ya me estaba acostumbrando a su presencia, a sus comentarios, a ese tono entre divertido y provocador.
Y aunque no lo admitiría ni bajo tortura, mis respuestas empezaban a sonar menos cortantes… más suaves y no habían insultos en cada frase.