Dorian
Siendo sincero, me había dejado llevar por mis emociones, lo cual era extremadamente raro en mí.
Me sentía enojado con Miles… y, para colmo, también conmigo mismo. No sabía cómo explicar lo que sentía solo porque las cosas no habían salido como quería.
Le había dicho que lo dejaría tranquilo, pero había algo dentro de mí que no soportaba esa idea. No podía simplemente apartarme y fingir que no me importaba.
Al principio, molestar a Miles se convirtió en parte de mi rutina. Me gustaba verlo reaccionar: su rostro se encendía de enojo, sus labios se movían sin parar lanzando una sarta de insultos… y, aun así, todo en él me resultaba fascinante.
No me asustaban sus palabras, tampoco me intimidaban. Respondía con una simple sonrisa y una calma que sólo lo provocaba más.
Y así, sin darme cuenta, había pasado una semana. No falté ni un solo día a la cafetería; siempre llegaba a primera hora, solo para verlo. Y Miles me recibía con esa mirada de desagrado que con el paso de los minutos, se suavizaba.
Ahí fue cuando comencé a pensar que Miles ocultaba más de lo que dejaba ver.
Era como un gato callejero: arisco, desconfiado, siempre preparado para defenderse, pero con una necesidad silenciosa de afecto que no se atrevía a reconocer. Fingía independencia, pero su mirada gritaba cansancio.
Y eso solo lograba provocarme más curiosidad. Quería conocerlo de verdad, sin capas ni muros. Para eso debía pasar tiempo con él, aunque el ochenta por ciento de ese tiempo consistiera en que me insultara, me echara o repitiera lo mucho que lo estresaba.
Todo estaba bien, hasta que algo cambió.
Ni siquiera sé qué fue lo que detonó la discusión, solo recuerdo la sensación: un remolino de emociones que me desbordó.
Él tenía ese don, el de verse fastidiado y hermoso al mismo tiempo. Un equilibrio casi perfecto entre la arrogancia y la fragilidad. Y, de alguna manera, eso era lo que más me desarmaba.
Verlo enojarse era lo único que me daba un tipo extraño de paz últimamente.
Miles era predecible cuando intentaba aparentar que no lo era. Su cuerpo lo delataba más que sus palabras: el leve apretón de la mandíbula, los dedos moviéndose con prisa sobre la máquina, el suspiro largo que soltaba cuando no sabía si responder o ignorarme.
Y, aun sabiendo eso, seguía fascinándome.
No entendía bien por qué seguía yendo todos los días. Podría haber dejado de hacerlo después del primer día… o del segundo. O después de que me dijera que le estresaba verme. Pero algo en mí necesitaba esa reacción suya. Ese contraste.
Miles tenía algo que no se encontraba en ningún otro lugar: autenticidad.
No fingía. No sonreía para complacer. Si me odiaba, lo decía; si lo irritaba, lo mostraba. Y eso lo hacía infinitamente más real que el resto del mundo.
Durante la discusión noté algo distinto en su voz, una mezcla de enojo y cansancio que me detuvo en seco. No era rabia pura. Era miedo.
Su voz me atravesó como un golpe. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo.
Esa rabia contenida… sabía que no iba dirigida a mí. Pero igual la recibía.
Y cuando salí de ahí, me arrepentí. Me odié un poco por haberme ido.
Me había convencido de que Miles necesitaba tiempo —que era un gato callejero herido— y que si quería ganarme su confianza, debía tener paciencia. No podía simplemente rendirme.
Yo estaba dispuesto a soportar todo, por él y por conocerlo de verdad.
Pero incluso en ese momento, entendí algo: por más sincero que fuera con mis palabras, también tenía mis propios límites.
Me llamaba la atención, sí. Quería algo con él, sí. Pero me sentí herido, y esa herida fue suficiente para no poder quedarme.
Y me odiaba aún más por eso, porque me sentía de alguna manera egoísta, porque sentía que le había fallado aún cuando ni siquiera había empezado a conocerlo. Aún cuando ni siquiera había logrado que me diera una oportunidad.
El lunes cuando lo observé llegar a la universidad, cumplí lo que dije pero no era nada fácil. Sentí que no era el mismo Miles que había dejado en la cafetería.
Tenias dos marcadas ojeras bajo sus apagados ojos, en dos días su rostro se veía más delgado y pálido de lo normal. Y aun así seguía viéndose hermoso.
Sus movimientos se habían vuelto lentos
Solo lo miraba de lejos, fingiendo que revisaba algo en el teléfono. Y no sé por qué me afectó tanto notarlo.
Yo mismo había dicho que lo dejaría en paz, que no volvería a meterme en su espacio, y lo estaba cumpliendo. Pero verlo así me revolvía algo en el estómago, una especie de… rabia mezclada con impotencia.
No me gustaba preocuparme por alguien que me había dejado claro que no me quería cerca. No me gustaba sentirme así de débil.
Apoyé los codos sobre la mesa, observándolo sin disimulo esta vez.
Quería levantarme, cruzar la cafetería y preguntarle si estaba bien. Pero no lo hice.
Me quedé quieto. Mi orgullo me sostuvo en el asiento, como una cuerda tirando del cuello.
Recordé su voz, su mirada llena de enojo, la manera en que me gritó que no sabía nada, que no entendía lo que era ser traicionado. Y tenía razón. No lo entendía.
Solo sabía lo que era querer acercarte a alguien que te odia por intentarlo. Apreté los puños bajo la mesa. Estaba tan jodidamente cansado de pensar en él. De justificar su rabia. De intentar entenderlo. Y aun así, no podía dejar de mirar.
Cuando terminó de comer salió por la puerta. Estábamos tan mal que ni siquiera Liam se había acercado para despedirse de David.
Me descubrí levantándome casi sin pensarlo cuando lo vi salir, con la intención de seguirlo solo para asegurarme de que llegara bien a su casa. Ni siquiera sabía donde vivía.
Escuche la voz de David y me detuve.
¿Qué estaba haciendo?
Respiré hondo, y me obligué a volver a sentarme. No podía seguir así. No podía seguir preocupándome por alguien que no quería ser salvado.